Nunca he sabido la fecha del cumpleaños de mi madre. En cierta ocasión le leí la fecha que constaba en su documento de identidad: me dijo que no se correspondía con las referencias de estación que ella tenía sobre su propio nacimiento. Algo así:
–Aquí dice 20 de septiembre.
–No… A mí siempre me han dicho que yo nací en la primavera…
Me desentendí del tema…
Mi padre sí sabía muy bien la fecha de su nacimiento, y la repetía con frecuencia; no para que nadie olvidase el regalo, o por algún otro motivo de festejo, cosa de los tiempos de ahora (para fiestas, ya estaban la de la patrona y unas cuantas más…), sino para demostrar cultura: sólo los ignorantes –como mi madre– desconocen la fecha de su nacimiento. Mi padre sabía leer y escribir: había aprendido en aquellas clases que se daban en el ejército a los reclutas iletrados. Mi padre estaba bien orgulloso de saber leer y de no tener que firmar con la estampación de las huellas dactilares (» firmar con el dedo»).
Yo celebro (es un decir) por los comienzos del verano el feliz acontecimiento. Nunca he dado mayor importancia al asunto. Recuerdo que, siendo yo estudiante universitario, al poner la fecha en alguno de los últimos exámenes del curso, me dije: «Esta fecha me llama la atención… ¡Ah! ya caigo: es mi cumpleaños» Y nada más. Referiré, aquí y ahora, un par de anécdotas relativas a mi nacimiento; se corresponden con la versión materna y paterna, respectivamente:
La materna. Toda aquella mañana mi madre anduvo lavando en la Acequia Baja… Luego se puso de parto; y parió en la casa con la ayuda de la matrona o partera del pueblo. Después, cosa natural, tuvo hambre. La tía Isidora (la Iciora) le frió el único huevo que había en la casa. Para aliñarlo quiso ponerle el chorreoncito de vinagre que a mi madre le gustaba. Pero aquí vino la gracia, la desgracia: mi abuelo había guardado un desinfectante para curarle las mataduras a la burra ¡en el barril del vinagre! Toda la cocina se llenó de mal olor, y hubo que tirar el huevo frito. Y mi madre ayunó…
La paterna. Mi padre estaba segando en un cortijo situado a hora y media de camino del pueblo. Ya tenía dos hijos varones; y le hacía ilusión tener una niña. La cuadrilla comía migas, era medio día, a la sombra de un olivo cuando se presentó el Moreno, que llegaba del pueblo con el aprovisionamiento:
–¡Primo, tu mujer ya ha criao!
–Pero, ¿qué ha tenío: un niño o una niña?
–Un macho.
–¡Me cago en tal… Ya no quiero más migas! –Mi padre soltó una blasfemia tan redonda y negra como la sartén en la que comían las migas, al tiempo que arrojaba al suelo violentamente la cuchara… No sé cuántas migas llevaba comidas mi padre… Se puede deducir de los términos del relato que al menos las había probado, de modo que el ayuno de mi madre en aquella celebración fue más radical. La anécdota masculina la conozco por Manolo el Cabo, que entonces era un muchacho de catorce años, ya metido a trabajar como un hombre…
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