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Un vaso de buen vino

Cuando llegó del campo se duchó y, en el cuarto que hacía de ropero y de oficina, se puso a revisar unos papeles, comunicaciones del banco, facturas, albaranes, mientras oía, música de fondo, la charla y el tintineo de cubiertos que había en la cocina, donde estaban cenando los niños con su madre. Una vez más comprobó que no iban mal las cuentas, que los pagos se podían afrontar, que pintaba muy bien la recogida, que si las chirimoyas, excelente cosecha, tenían buen mercado, el año iba a ser óptimo y opimo. No era un ignorante, tenía vocabulario, y le encantaba la palabra opimo. Guardó en las carpetas los papeles, se levantó, se dirigió hasta la puerta de la casa y abrió de par en par: para que entrara la paz de la noche campesina mientras él la miraba. Había una hermosa luna en el cielo, le faltaban tres noches para ser luna llena. Mirando los astros, le parecía sentir el palpitar del universo. Las rosas de cuatro rosales de copa, dos rojos y dos blancos, que adornaban el patio, perfumaban el aire. Al otro lado, a la izquierda, bajo un emparrado frondoso, reposaba el tractor con el motor aún caliente: en él, al volver de la finca, había llevado a la nave de la cooperativa veintidós cajas de tomates.

Por un senderillo de cantos de río se llegó hasta el portón y lo cerró con llave. Y se volvió para adentro. En la cocina la esposa mandaba a los hijos a lavarse los dientes y a ponerse el pijama. Él, mirando callado, complacido, sintió que era un hombre afortunado, que era mucho lo que la vida le daba. Luego, como cada noche, echó una ojeada a lo que había de cena, para enseguida servirse, blanco o tinto, un vaso de buen vino.