Tenía un enorme flemón que me torcía la boca y me deformaba la cara el día que los coes (los soldados de una Compañía de Operaciones Especiales) estuvieron exhibiendo su militar señorío en el campamento donde yo era un gusano, un recluta quiero decir. A pesar del flemón me acerqué en su momento a la mesa en la que un sargento, de impecable presencia y más serio que la muerte, iba recibiendo a los reclus dispuestos a ingresar en la élite de los boinas verdes. –¿Cómo te llamas, cuántos años tienes, tienes un flemón? –Fulano de Tal y Tal, veintidós, un flemón, mi sargento.
Un cabo que estaba de pie junto a él se me acercó y me dijo que abriera la boca. Luego hizo un gesto al sargento y éste me tendió el formulario que tenía que rellenar. Me retiré: –A sus órdenes, mi sargento.
Cuando volví a mi pueblo, ya iba con el uniforme de las COEs: esto, unido a que había mejorado bastante mi forma física, hizo, según mi apreciación, que algunas mocitas, entre risas tontas y cuchicheos, me miraran con interés. Era la Navidad; el día de la Noche Buena, para ser exactos. En la barra de la sala de baile estaba bebiendo con algunos amigos. De pronto, no sé bien cómo, al grupo se habían unido dos chicas preciosas. Eran del pueblo, aunque yo no había hablado antes con ninguna de las dos. Me atrajo desde el principio la más joven, casi una niña, de expresión cándida y sonrisa absolutamente ajena a la malicia. Tal vez me pareció más atractiva porque yo anduviera en una edad mental inferior a la cronológica; no porque fuera estúpido: es que la juventud de aquel tiempo, criada a los pechos del Nacional Catolicismo, era así. En fin, que yo empecé, primero a revolotear como un insecto, luego a girar como una nave espacial, finalmente a levitar como un arcángel, en torno de la que primero me pareció una flor, luego una estrella, y finalmente la Virgen de Mis Sueños.
Hubo algunas otras charlas, otras copas, bailamos amartelados un par de veces… Y nos despedimos con un prolongado beso la noche que precedió a mi incorporación a mi unidad.
Desde la cual intenté muchas veces escribirle; pero siempre me parecían gilipolleces lo que había escrito; y rompía el papel.
En abril, al final de dos semanas de instrucción en operaciones de alta montaña, al atardecer del último día, en nuestro campamento, estuvimos tonteando y jugando en la nieve. El teniente, inopinadamente, salió de su tienda con su cámara, nos hizo unas cuantas fotos, y nos la dejó para que nosotros nos hiciéramos las que quisiéramos. El sol estaba ya bastante bajo, su luz doraba las crestas nevadas. A los pocos días, cuando revelamos el carrete, me encontré bien parecido en una de aquellas fotos, en la que aparecía yo solo, muy derecho y serio, mirando un tanto de soslayo al horizonte, enfundado en el mono blanco y con la pistola al cinto. Y como resulta que aquella chica de mi pueblo no se me había olvidado a pesar del tiempo transcurrido (casi no había visto mujeres ni desde lejos en más de tres meses), decidí, aprovechando que sabía la fecha de su cumpleaños, mandársela con una dedicatoria. Decidido y hecho. Escribí en el reverso de la foto: “Quince años tiene mi amor”; la fecha de su cumpleaños y mi firma. Y esta vez sí que el sobre coló en el buzón.
Al cabo de los pocos días, ya estaba esperando la respuesta. Cada vez que el cabo Martínez aparecía con la bolsa de costado de la correspondencia, me daba el corazón tres vueltas en el pecho que me dejaban como atontado. Pero pasaron las semanas y los meses y esas respuesta, con una foto en la que mi chica luciera discretamente sus atributos como una velada promesa de rendida entrega, no llegaba. No llegaba. La suerte era que entre tanto entrenamiento, en el campo de tiro, en el monte, en el gimnasio, apenas quedaba tiempo para las añoranzas románticas o de cualquier otro carácter. De modo que ya casi se me habían gastado todas mis esperanzas cuando, a principios de julio, –yo pensaba entonces sobre todo en el permiso que me tocaba en agosto–, me llegó la tan esperada, e incluso ya no esperada, respuesta. Antes de abrir el sobre vi hechos realidad todos mis sueños: al tacto, era evidente que en el sobre había foto. Pero me duró poco el éxtasis; porque no era una foto de ella: se trataba de una postal de Navidad cuyo motivo era un muñeco de nieve, con nariz de zanahoria, y con gorro y bufanda de Papá Noel; con la palabra Felicidades en letras doradas, sobrescritas en diagonal ascendente. Y traía su escritura, la escritura de mi chica, en el reverso, igual de escueta que la que, tres meses antes, yo le había enviado: “No tengo edad para Marte”; la fecha de mi cumpleaños y su firma.
La hice trozos y la dejé caer en una papelera; y me fui para la cantina.
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