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  • marzo 2007
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R.I.P.

Me lo contó Marcelo al día siguiente, cuando estaba todavía bajo el impacto de la impresión. No era para menos. Llegó al filo del olivar de Alacaena –el sol se estaba poniendo- a tirar a los zorzales que remontaban el cerro, sobrevolando la ladera de monte bajo, para pernoctar en los olivos. Es un método bastante seguro de gastar la munición, aunque él siempre se queja de que cada año que pasa la cosa está peor. Resguardado tras un tronco, se disponía, como digo, a disparar a los zorzales y a los tordos, asomando el cañón de la escopeta por la cruz del árbol. Oyó ruido a sus espaldas, entre los olivos. Volvió la cara y vio a Fatimico manipulando en algo. No le prestó atención: él estaba a lo suyo. Creyó que podía estar cortando una rameta para cazar al día siguiente camachuelos con liga y reclamo. Siguió atento a la llegada de los pájaros; quedaba poco rato de utilidad para los tiros. Luego volvió otra vez la cabeza, con la normal curiosidad de ver qué hacía el otro. Y lo vio: bambolearse a medio metro del suelo. Se había ahorcado. Soltó la escopeta y al mismo tiempo saltó hacia Fatimico. Lo aupó abrazándolo por los muslos, sin tener nada claro lo que hacer a continuación. Tenía –pensó- que levantarle las piernas hasta que le pudieran descansar sobre una rama. En seguida cortaría la cuerda, gracias a que llevaba la navaja en el bolsillo. Fatimico dio un buen costalazo en la tierra no muy blanda del olivar, pero se había salvado del infierno.

O había vuelto a él. Luego se supo que aquel mediodía el muchacho había intervenido en una disputa de los padres, que había tomado partido y había echado las manos al cuello del padre con ánimo evidente de estrangularlo. La madre, que seguramente había buscado el apoyo del hijo en la reyerta sin prever hasta dónde podría llegar aquel apoyo, cuando vio las manos del hijo engarfiadas en la garganta del marido, había conseguido a tiempo que el retoño se horrorizara de su conducta parricida, a tiempo de que el desgraciado volviera sus manos contra sí, con el aditamento de la soga.

De niño Fatimico era algo raro. Le gustaba mucho, cuando apenas era un crío, leer. Lo recuerdo ahora mismo, como si lo estuviera viendo, acuclillado en el hueco de la peana de un olivanco enorme, al resol invernizo de mediodía, en otro olivar, el Olivar del Cura. La cuadrilla entera charlando –en el suelo mondas de naranja de la comida y ramillas de olivo del reciente vareo-, hablando de cualquier cosa; y él apartado un poquito, como quien no quiere ser interrumpido, concentrado en su libro. Un caso raro.

Después de aquel intento de castigarse a sí mismo con la pena de muerte –eso es lo que yo creo que ocurrió aquella tarde hace diecinueve años- Fatimico se volvió a ojos vistas más reconcentrado y silencioso. Casi siempre estaba en el campo, siempre solo; pero donde daba más no sé qué de verlo era en el bar, pidiendo una cerveza e incrustándose en el rincón más apartado para mirar la televisión.

Pasaron unos dos años. A la Fati –la madre era la que realmente se llamaba Fátima; y la gente había dado en llamarlo como a la madre, pero su nombre era Rafael, como su tío paterno, muerto poco antes del nacimiento de su sobrino: otra desgracia de la familia-, a la Fati, decía, le entró una enfermedad, en el hígado creo. Despachó rápido: estuvo menos de un mes en la cama y se fue. Después se fue su hijo mayor, Mateo; este a Badalona, a trabajar en la construcción. Allí sigue, aunque ahora dicen que es portero de un inmueble. Quedaron solos en la casa fatimico y su padre: un tronco roto en pleno vigor por la desdicha, y un vástago tan seco que era como la imagen anticipada del primero. No eran ya una familia, eran los brazos vivos de un cuerpo muerto.

Fatimico hizo un gran corral y echó cabras. Se hizo más y más taciturno; dejó de ir al bar y nunca se le veía por el pueblo. Durante un tiempo se rumoreó que tenía relaciones maritales con la Dalmira, una cortijera guapísima que estropeaba su figura con su andar oscilante, como si caminara siempre por un campo recién arado. Su larga melena rubia y el bermellón de sus mejillas fueron durante años algo tan del pueblo como el olmo de la plaza, aunque tampoco ella pisaba mucho el asfalto de las calles. ¿Eran verdaderos los rumores acerca de aquellos esponsales campestres? A mis oídos llegó por entonces otro bien diferente infundio: Fatimico se tiraba a una de sus cabras; lo habían visto en lo más intrincado del barranco, el cuerpo del pastor montado, quebrado, retorcido y derrotado sobre el lomo del animal, al que sujetaba por los cuernos.

Fatimico era un buen hombre, como también lo era su padre; pero ambos habían sido encerrados por el destino en una cárcel de soledad. Las raras veces que se les veía juntos más daban la impresión de ser dos ánimas del purgatorio que un padre y un hijo. Compartían el vino y la comida; no había contencioso entre ellos; pero cada uno por su cuenta estaba tan abocado en el pozo de su pasado, que cuando realmente se miraban no identificaban al padre o al hijo de su enfermiza memoria con el ser extraño y silencioso que tenían delante. Al menos es lo que a mí me parecía.

En fin, a la historia de esta familia se le ha acabado otro capítulo. Anteayer ganaron –ganamos- las elecciones generales los socialistas. Vamos a tener un gobierno de izquierdas en este país de hidalgos, señoritos, sacristanes, caudillos y prostitutas. Parece increíble. El recuento de los votos duró hasta las tantas: no cuadraba y hubo que repetir el cómputo. Salió un voto más para el PSOE. Un buen palo a la derecha… ¡Que se jodan! Esto, ya digo, anteayer. Fatimico votó. Yo, que estaba de presidente de la mesa, tuve en mis mano su carné –que no recuerdo haber mirado, la verdad-, y empujé su papeleta al interior de la urna. Y esta mañana lo he visto tieso como la madre que lo parió, sobre una camilla no muy limpia, en el cuarto del cementerio en que el forense practica las autopsias. Estaba pálido y tenía la cabeza vendada con un trapo blanco. A los diecinueve años del ahorcamiento, anoche se pegó un tiro debajo de un olivo, en una pequeña finca de la familia, no lejos del pueblo. Esta vez no ha habido fallo. Nadie sabe dónde estaría guardado el viejo revólver con el que se ha disparado, pero todo el mundo da por sentado que estaría escondido en algún agujero del pajar de su casa, desde Dios sabe cuándo. Se ha conservado apto para todo servicio en tantísimos años de inactividad.

En el pueblo esta mañana se palpaba el duelo. A pesar de que Fatimico tenía últimamente más de zombi que de criatura humana. Pero otra noticia se difundió rápidamente, que vino a sustituir la tristeza de los vecinos por la sorpresa: la polvareda la ha levantado la carta que le han encontrado en el bolsillo de la chaqueta, en la que escuetamente dice que deja sus cabras a la Reme. La Reme es una gran mujer, una tía como un castillo, y una puta de profesión, que lo es desde antes que al difunto le despuntaran los cañones. Ella ha ejercido siempre –a sabiendas de todo el mundo- en la capital; y ha sido muy discreta –discretísima, según vemos ahora- si ha abierto su puerta a alguien en el pueblo.

Las santas mujeres han ido a ver al cura, al juez; han hablado con el padre del testante: que eso no es un testamento legítimo, que no puede ser, que sin plenas facultades, que a una ramera, que el Estado, que la Iglesia, que la Moral… La Reme ha dicho –y las orejas que están sobre mi cuello lo han oído- que se vayan todos a la mierda, que tiene ganas y edad de cambiar de oficio, y que tentada está de echarse al monte con las cabras, y de darle a cada bicho del rebaño el nombre de una de las muchas meapilas del pueblo a las que ella ha puesto una cornamenta mucho más lucida que la de las cabras de Fatimico; que era muy hombre el Fatimico, y que en paz descanse su alma, que se lo merece. Amén.