I
El Comité del Partido,
todos prohombres, barones
de abdomen muy bien ceñido,
en el salón de reuniones
estaba muy bien reunido.
El jefe era un hombre fuerte
que les habló de esta suerte:
–Amigos y compañeros
en la lucha,
tengo algo que ofreceros:
el país es nuestra hucha;
dentro está nuestra ganancia;
para poderla obtener
en su total abundancia
¡la tenemos que romper!
Y unánimes los barones
respondieron:
–¡Olé tus grandes cojones!
Y salieron
con el gesto furibundo
todos a comerse el mundo.
II
En la plaza estaba el pueblo
congregado
y oía con devoción
al carismático líder
bien plantado
que les habló con unción:
–Queridos amigos todos,
no hay posibles otros modos…
Es necesaria la guerra
para limpiar nuestra tierra
de sus pestilentes lodos.
Tenemos una bandera,
una patria, un idioma,
una sagrada frontera
donde el enemigo asoma:
¡el enemigo siniestro
que quiere comer lo nuestro!,
que se cuela en todas partes
y emplea sus malas artes
para quitarnos la tierra.
¡Vayamos, pues, a la guerra!
Nuestro pueblo es el más fuerte
y sabrá vencer luchando
hasta la muerte.
Y el pueblo rugió gritando:
¡Muerte, muerte!
III
Y a la guerra fueron todos,
de patriotismo beodos;
y en la guerra fueron lobos
y murieron como bobos.
Y mientras todos morían
ampliamente,
los líderes se escondían
cautamente.
IV
Y en cuanto hubo ocasión
de salir de aquel ciclón,
de aquella estúpida guerra
llevándose un buen bolsón,
los prohombres de la tierra
afanaron la becerra
de oro del sacro altar;
y, para disimular,
una muy sarnosa perra
de algún pastor de la sierra
dejaron en su lugar.
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