No sé lo que me pasa últimamente:
sospecho que algún tipo de neurosis
he incubado en mi cuerpo; aunque a veces me temo
que lo origine la presbicia. O será que me sobra
un montón de humedad.
En fin, sea la que fuere la causa de este mal,
mi mal es lo siguiente:
lloro por casi todo últimamente.
Si “Ne me quitte pas” canta Nina Simone
cuando estoy recogiendo la cocina.
Si recuerdo a mi padre
con mi edad, más o menos;
o la voz de mi abuelo, muerto hace medio siglo.
Es suficiente incluso con que lea
“Tres cantigas”, poema que le escribe
Miguel d’Ors a la Virgen (eso que soy ateo).
Lloré al ver a Orfeo devorado
(lo que quedaba de él: sólo unas plumas).
Y, por supuesto, lloro si imagino
que me jubilo, y los colegas,
los antiguos alumnos
y todo el personal del instituto,
en un acto solemne, me despiden;
y, en un bello discurso, alguna alumna,
alguna antigua alumna que ahora es profesora
o directora de un periódico,
me agradece el esfuerzo
y la dedicación de tantos años.
No sé a qué tanto llanto.
Tal vez como un castigo
por no creer en él, el Todopoderoso
me ha hecho la merced del don de lágrimas.
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