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Media docena de pasteles

Cuenta mi cuñado Millán, maestro ya jubilado, que cuando él era niño, estudiante y pobre, un día que era el de la onomástica de su madre, quiso hacer a ésta un regalo costeado con sus propios ahorros (procedentes de la sustitución de un paseo en tranvía por una caminata, o de una torta por un rato de meditación sobre la esencia de la torta). Y decidió llevarle a su madre el regalo de media docena de pasteles. Se los compró en una pastelería del Paseo de la Virgen (de las Angustias) y con ellos en la mano se dirigió a la parada del tranvía (de La Zubia). El trayecto no era muy largo, pero sí con muchas paradas, por lo que tardaba un buen rato en llegar al Puente, última parada. Lo malo era que entonces empezaba la marcha a pie: una buena marcha, en la que había que descender y remontar las hondonadas de tres barrancos por veredas de cabras. De modo que, piadoso pero niño al fin y al cabo, decidió comerse un trocito de pastel para engañar el hambre hasta llegar al pueblo y a su casa. El problema fue que él no engañó a su hambre, sino que su hambre lo fue engañando a él, asegurándole que con un trocito más se conformaría. Y, trocito a trocito, cuando subía la cuesta del barranco Hondo, último de los tres, se acabó el contenido de la bandeja, en la que no quedaba ni una miguilla para los pájaros. Y entre desolado y satisfecho –nunca antes se le había presentado la oportunidad de comer tantos pasteles- llegó a su casa.

¿Por qué he recordado hoy esta anécdota? Porque hace unos días me compré un regalo: para mí mismo, porque soy mucho más egoísta que mi cuñado Millán. Algo similar a los pasteles: era un libro. Estaba destinado al ocio de este puente del 1 de Mayo, que ahora empieza. Pero el día que lo compré cometí la imprudencia de tirarle el primer bocado; y después ya no he podido contenerme, y le he hincado el diente en cuanto se ha presentado la oportunidad. De modo que ha coincidido el comienzo del puente con el fin del libro. ¿De qué libro hablo? de El mercenario de Granada, la última novela de Juan Eslava Galán; de quien ya puedo decir que lo considero un viejo amigo, porque llevo leídos muchos libros suyos, y todos me han encantado. El primero que cayó en mis manos fue El comedido hidalgo, hace un puñado de años. En fin, para los lectores golosos, diré que el escaparate de su pastelería es éste:

www.juaneslavagalan.com

Tetralingües

A lo largo de la última década he echado de menos, cada cierto tiempo, un relato breve que me había impresionado con fuerza. Sabía que lo había leído en un ‘minilibro’ de Alianza Cien, aquella entrañable colección que venía con la moneda de cien pesetas (su precio) a modo de sello en la contraportada. Lo busqué varias veces sin éxito, hasta hace pocos días, cuando lo vi por casualidad donde nunca lo había buscado: porque yo estaba convencido de que era de un autor hispanoamericano; por eso no me aparecía. Lo encontré por casualidad, al colocar un libro nuevo; no es de un autor hispanoamericano, sino de Mercè Rodoreda, y se titula Mi Cristina. Es la historia de un Jonás que no pasa tres días en el vientre de una ballena, sino varios años. No voy a resumir el argumento; sólo digo eso: que es un relato impresionante. Y ahora me lamento de no haber leído de esta autora catalana ni siquiera La plaza del diamante, su obra más citada. Y ahora me lamento de que la mayoría de los españoles que vivimos en una comunidad autónoma no bilingüe (bilingües lo son Galicia, el País Vasco y Cataluña, recordaremos para quien corresponda), poco nos molestamos por conocer autores que escriban en esos idiomas que son cooficiales en una parte del territorio español. Leemos, sí, a los autores de estas comunidades autónomas que escriben en castellano o que nos llegan traducidos. Y pasamos de los demás. Una pena. Luego nos quejamos de que ganen tanto terreno los nacionalistas que rechazan a España como patria común…

En todos los institutos de Enseñanza Secundaria de las comunidades no bilingües tendría que haber un profesor de una, al menos, de las comunidades bilingües, que impartiera clases del idioma, la geografía, la historia y la cultura de esa su comunidad: obligatorias en algún curso de la Secundaria.

De modo que los estudiantes españoles deberían acabar la escolaridad obligatoria dominando cuatro idiomas como mínimo: español, catalán o eusquera o gallego, latín e inglés. ¿Latín también? ¡Por supuesto! Porque el estado de incultura lingüística al que hemos llegado en esta España de la era democrática, en esta Andalucía de la botellona, las ferias y las procesiones, es patética. Despreciamos (cuanto ignoramos) el latín, pero no aprendemos inglés, ni francés, ni chino… No somos cosmopolitas, somos idiotas.

Orgullosos, ¿de qué?

Fui muy cinero en mi juventud. Con la edad, he ido perdiendo el gusto para el cine y, no digamos, para la televisión. Creo que esta evolución tiene que ver con la importancia mayor o menor de los sueños y ensueños en las distintas etapas de la vida. En ésta de la mía, como cantaba George Moustaki: “moi, qui ne rêve plus souvent”.

No obstante lo anterior, en la noche del último jueves vi parte del programa de “Tengo una pregunta para usted”, en el que el “usted” era Mariano Rajoy, el líder del partido de la oposición. De pasada, puesto que no es este mi tema de hoy, diré que la impresión más penosa me la produjeron los ciudadanos que tenían que echar mano de su papelito para hacer su pregunta; aunque ello le debía de parecer magnífico al moderador, quien elogió a los preguntantes por llevar “los deberes hechos”. Por todas partes nos toman por niños, ¡qué hartazgo!

En fin, aquí sólo quería comentar una de las preguntas; no la respuesta que obtuvo. Un señor preguntó a Rajoy, más o menos: “Si usted tuviera un hijo homosexual y se casara con otro homosexual, ¿se sentiría orgulloso de ese hijo suyo?” Orgulloso… Según lo que entendemos la mayoría de la gente hoy día, en este ámbito cultural, que es bastante amplio, la homosexualidad está en la naturaleza de algunas personas, como el ser velludos, rubios o de ojos verdes. ¿Hay que estar orgullosos de algo que gratuita y azarosamente nos da la naturaleza, o de aquellas cosas buenas que conseguimos, o consiguen nuestros hijos, con su esfuerzo y dedicación? ¿O el mérito está en casarse con alguien del mismo sexo, en un país como España, donde hay una ley que aprueba y regula estos matrimonios? Y si lo que hubiera fuera una ley que, en lugar de llamarlos “matrimonios”, los llamara “emparejamientos”, ¿el padre de un homosexual debería estar orgulloso o avergonzado de que su hijo se uniera en “emparejamiento” con otro joven de su mismo sexo? ¿Debe estar orgulloso el padre de que su hijo sea moreno, o andaluz, o español? Pues lo mismo.

Y para terminar mi reflexión: los hijos están tan cerca de los padres (creo que los padres seguimos sintiendo a los hijos como parte de nosotros incluso cuando se hacen adultos), que éstos deben ser muy parcos a la hora de opinar sobre cualquier mérito o demérito de los hijos. Lo mismo que nadie es buen juez de sí mismo, tampoco lo es de sus hijos. Con gran economía de palabras expresa esta idea el príncipe don Juan Manuel –me refiero al escritor castellano del siglo XIV- en uno de los muchos aforismos que nos dejó al final de El conde Lucanor: “Todos los omnes se engañan en sus fijos e en su apostura e en sus vondades e en su canto”.