Los ríos, hastiados de tanto repartirnos el agua a los humanos, el agua que no nos merecemos, se echan en sus lechos, deprimidos, estiados, aceptando la muerte como la solución menos sucia.
Los montes se dejan achicharrar por el sol inclemente, aguantan la murga de las chicharras, añoran a las nubes protectoras, sufren el agostamiento de su hierba, los rasguños y la zapa continua de las alimañas de secarral.
Las criaturas humanas se amontonan en las playas, especialmente en las del Mediterráneo, se agolpan en los chiringuitos para devorar sardinas, que les dejan para toda la tarde un aliento gatuno, se queman hasta el carné, se pulen hasta la extraordinaria del año 2023, y anhelan la vuelta a la vida sencilla y rutinaria que les traerá Septiembre: el bar de la esquina, el partido del domingo, el puteo del lunes…
El autor de Certe patet se va a su pueblo en plan rebañaorzas: comida en casa de la suegra, merienda en casa del hermano, invitación en el bar que siempre paga algún amigo… Y como todos ellos, para mediados de mes, estarán hasta las narices de ser el panoli (el pan con aceite) de tan parásito pariente, de tan incompetente compadre, en la segunda quincena del dichoso agosto el autor de Certe patet no tendrá más remedio que volver a sus cuarteles de invierno, a pasear y leer, sin ser económicamente gravoso para nadie, a escribir cuatro chorradas para ir matando el tiempo, o a quien se asoma a leerlas. De modo que, sufrido visitante de Certe patet, nos vemos cuando pasen dos semanas (aproximadamente). Pásalas bien.
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