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Intrincada selva

Mientras paso la fregona por el suelo de la cocina, comienzo a sentir un suave cosquilleo en la cabeza. Me doy un par de enérgicas pasadas con la mano, pero persiste el cosquilleo. No me inquieto. Conozco la causa que lo produce, y continúo moviendo la fregona con la gracia y el donaire que me caracteriza.

No me inquieto; aunque me compadezco. Al terminar de comer, hemos visto la encimera completamente invadida por las hormigas. Lo cubrían todo, pero lo que más las había atraído, donde estaban literalmente amontonadas, eran las tijeras con las que Marga había estado cortando la perca para freírla. De modo que hoy he comenzado la recogida perpetrando una masacre. Este verano ha sido un verano de hormigas. Las hemos sobrellevado con paciencia; y eliminado con alevosía. Se reproducen con denuedo.

Ahora tengo una en la cabeza. Siento pena por ella; tan chiquita, tan frágil. Mi ralo pelo rapado le estará resultando una selva inextricable. Siento también un extraño y algo sádico orgullo. ¿Qué grande le debo de parecer! ¡Qué inmenso bosque, o qué extensa sabana, cubierta de gigantescas plantas herbáceas, mi cabeza! Pero en seguida me desentiendo de mi mísera invasora: en la radio, con música de Gluck, Orfeo está cantando para sacar a su amada del infierno.

El catafalco de Umbral

Pedro J. ha organizado en su periódico unas honras fúnebres para Umbral que, aunque sólo son periodísticas, empiezan a resultar superiores a las que costeó el duque de Sessa en Madrid a su amigo Lope de Vega. Como con el olifante de Roldán, ha convocado Pedro J. a los cien mejores escultores de su reino, para que cada uno labre una columna para el túmulo de su Lancelot; un túmulo que va a dejar por los suelos al de Felipe II en Sevilla, aquel que mereciera el soneto de Cervantes “Voto a Dios, que me espanta esta grandeza”, que todos los de mi generación tuvimos que aprender de memoria en el colegio, porque tenía estrambote, sin entender lo más mínimo de la coña marinera de Cervantes.

A mí me gustaba enormemente Umbral cuando lo comencé a leer en los primeros tiempos de El País (con el túmulo de Franco recién desmontado, y colocado bajo la pesada losa de El Escorial). Después se fue haciendo reiterativo, copiándose a sí mismo, hasta llegar a convertirse en su propia máscara. Ahora dicen que ha muerto escribiendo. Yo más bien diría que, efectivamente, murió escribiendo, pero de eso hace ya muchos años; y desde entonces su cara era su máscara funeraria, una máscara en torno a la cual revoloteaba su alma, de corto vuelo, como un moscardón, que lo mismo se posaba sobre la nariz de esa máscara de su amo, que sobre las pupas de sus amigos vivos o sobre la carne putrefacta de sus amigos muertos.

No se merecía tanto catafalco el cadáver de Umbral y seguramente Pedro J. lo sabe; y por ello es posible que lo que esté organizando no sea el elogio desmedido del muerto, sino la feria de las plumas de su periódico.

Entre tantos elogios póstumos (basta que sean póstumos para desconfiar de la sinceridad de los elogiantes) del autor de Cela: un cadáver exquisito, no dejo de recordar el artículo de Pérez-Reverte, titulado “El muelle flojo de Umbral”, en el que ponía al susodicho como para mandarlo al tinte. Creo que el columnista se lo tenía ganado, no a pulso, pero sí a “muelle flojo”, como el título reza.

Pedro J., para ya el show y dale de una vez la última a Gistau, que es el mejor, hoy por hoy, y el que más se la merece; dásela con mis deseos de que, una vez instalado en ella, el síndrome del estilita no lo convierta en un búho disecado.

Mala prosa y “competencias”

La situación interna de los centros educativos públicos en España, y probablemente en otros muchos países desarrollados, es manifiestamente mejorable. Son numerosos los casos de violencia, de vandalismo, de acoso, de desorden e indisciplina, de absentismo…  Los porcentajes de alumnos que no acaban el Bachillerato, o ni siquiera la Secundaria Obligatoria (la ESO) son alarmantes; e igualmente alarmantes, o más, los escasos conocimientos de los alumnos que los acaban. En España el ejercicio de la administración educativa desde las comunidades autónomas ha podido aportar algunos beneficios, pero también indudables perjuicios. Los profesores con frecuencia percibimos que la nuestra es una tarea despreciada o injustamente valorada por la sociedad; y percibimos que los poderes educativos quieren transmitir a esa sociedad la impresión de que nos tienen vigilados y controlados, de que no van a permitir que nos dejemos llevar de nuestra proverbial comodonería e inoperancia.

Las autoridades educativas no quieren ver lo que pasa en las aulas, ni en las otras dependencias de los institutos, ni en los pasillos: prefieren limitarse a mirar en “los papeles”. Porque se supone que, si nosotros cumplimos nuestros proyectos educativos, nuestros planes de centros, los programas de contenidos de las distintas áreas o materias… todo marchará sobre ruedas; y ello quedará reflejado en los libros de actas, en las revisiones de la programación, en las programaciones de aula… ¡en la aplastante hojarasca burocrática! Una enorme masa de escritos, de pésima prosa, que ya no van a abultar tanto porque no van a necesitar el soporte de millones de folios –un respiro para los bosques-, sino que van a estar en los discos duros de los ordenadores, en los pen-drives, de los profesores.

Se legisla mucho en materia de educación… Más pésima prosa: proyectos de leyes, leyes, decretos, órdenes… Se recurre al sentido mágico de las palabras (como en las religiones o en las culturas más primitivas), y se quiere dar una imagen de absoluta novedad a fenómenos o experiencias que han estado en las sociedades humanas desde siempre. Recientemente la palabra que más rutilante ha salido del horno mágico del poder educativo ha sido la de competencias. Resulta que, hasta ahora, cuando un profesor enseñaba Inglés, o Música, o Matemáticas, lo hacía porque esos conocimientos lucían bien en la gente, daban buena imagen en las reuniones de sociedad; porque eso “vestía”, como viste llevar ropa de calidad o tener un coche de marca prestigiosa. Pero ahora han llegado las grandes mentes, los lúcidos pensadores que tienen a su servicio las autoridades educativas, para decirnos que no, que no, que no… Ahora ya no se aprende para lucir conocimientos; ahora se adquieren competencias; que de nada vale que un muchacho (o muchacha,¡ojo!, hay que añadir) aprenda Geografía si luego es incapaz de aplicar esos conocimientos a la vida cotidiana, o a la vida laboral cuando le llegue… ¡Qué gran novedad, Dios mío!  Y pensar que hasta ahora todos hemos ido aprendiendo a leer y a escribir por miedo a que nuestros amigos o vecinos nos tildaran de analfabetos, sin tener en cuenta en absoluto que, para nuestra formación y nuestra vida, era necesario que adquiriéramos esas importantísimas competencias…