La situación interna de los centros educativos públicos en España, y probablemente en otros muchos países desarrollados, es manifiestamente mejorable. Son numerosos los casos de violencia, de vandalismo, de acoso, de desorden e indisciplina, de absentismo… Los porcentajes de alumnos que no acaban el Bachillerato, o ni siquiera la Secundaria Obligatoria (la ESO) son alarmantes; e igualmente alarmantes, o más, los escasos conocimientos de los alumnos que los acaban. En España el ejercicio de la administración educativa desde las comunidades autónomas ha podido aportar algunos beneficios, pero también indudables perjuicios. Los profesores con frecuencia percibimos que la nuestra es una tarea despreciada o injustamente valorada por la sociedad; y percibimos que los poderes educativos quieren transmitir a esa sociedad la impresión de que nos tienen vigilados y controlados, de que no van a permitir que nos dejemos llevar de nuestra proverbial comodonería e inoperancia.
Las autoridades educativas no quieren ver lo que pasa en las aulas, ni en las otras dependencias de los institutos, ni en los pasillos: prefieren limitarse a mirar en “los papeles”. Porque se supone que, si nosotros cumplimos nuestros proyectos educativos, nuestros planes de centros, los programas de contenidos de las distintas áreas o materias… todo marchará sobre ruedas; y ello quedará reflejado en los libros de actas, en las revisiones de la programación, en las programaciones de aula… ¡en la aplastante hojarasca burocrática! Una enorme masa de escritos, de pésima prosa, que ya no van a abultar tanto porque no van a necesitar el soporte de millones de folios –un respiro para los bosques-, sino que van a estar en los discos duros de los ordenadores, en los pen-drives, de los profesores.
Se legisla mucho en materia de educación… Más pésima prosa: proyectos de leyes, leyes, decretos, órdenes… Se recurre al sentido mágico de las palabras (como en las religiones o en las culturas más primitivas), y se quiere dar una imagen de absoluta novedad a fenómenos o experiencias que han estado en las sociedades humanas desde siempre. Recientemente la palabra que más rutilante ha salido del horno mágico del poder educativo ha sido la de competencias. Resulta que, hasta ahora, cuando un profesor enseñaba Inglés, o Música, o Matemáticas, lo hacía porque esos conocimientos lucían bien en la gente, daban buena imagen en las reuniones de sociedad; porque eso “vestía”, como viste llevar ropa de calidad o tener un coche de marca prestigiosa. Pero ahora han llegado las grandes mentes, los lúcidos pensadores que tienen a su servicio las autoridades educativas, para decirnos que no, que no, que no… Ahora ya no se aprende para lucir conocimientos; ahora se adquieren competencias; que de nada vale que un muchacho (o muchacha,¡ojo!, hay que añadir) aprenda Geografía si luego es incapaz de aplicar esos conocimientos a la vida cotidiana, o a la vida laboral cuando le llegue… ¡Qué gran novedad, Dios mío! Y pensar que hasta ahora todos hemos ido aprendiendo a leer y a escribir por miedo a que nuestros amigos o vecinos nos tildaran de analfabetos, sin tener en cuenta en absoluto que, para nuestra formación y nuestra vida, era necesario que adquiriéramos esas importantísimas competencias…