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Hasta el 2017

A mi amigo Nicolás

-Este carné está caducado desde hace más de un año. –Me dice el empleado de la Caja de Ahorros mirando el mío de identidad, que le he entregado, junto con la libreta, para una operación. Yo pongo cara de cateto analfabeto y le pregunto si quiere que le enseñe el de conducir, a ver si hay más suerte. Me contesta que no es necesario, pero que debo renovarlo.

Pocos días después me presento en Comisaría a eso de media mañana, estamos en agosto, pensando que el trámite de renovación será cosa de un instante; pero un poli que vigila a los que se acercan a la mesa de Información me hace saber que los números (cien números) los reparten a las ocho y cuarto de la mañana, y me recomienda que procure llegar un rato antes, porque se agotan en seguida.

Al día siguiente, a las siete y cuarto, llego al lugar, donde ya esperan unas veinte personas que se me han adelantado. Pregunto por el último y me quedo con su fisonomía: un joven moreno con cresta rubia, camiseta de tirantes, pantalones piratas y chanclas. La gente sigue llegando… Todos, como yo, preguntan por el último y luego se quedan merodeando por la acera, sin orden ni concierto. Para cuando son las ocho, allí hay una turba de noventa personas, más o menos, no en fila, sino en montón, como las patatas fritas. En la puerta de al lado, que también pertenece a las dependencias policiales, cuatro agentes del orden y una chica de aspecto vigoroso, el pelo recogido en coleta, charlan amistosa y animadamente. Y yo pienso: verás cómo, a la hora del reparto de números, aquí se arma la marimorena, y estos espantaburras se quedan ahí, tan frescos, viendo cómo nos atizamos unos a otros, que parecemos hampones esperando la sopa boba de un convento.

Pero sale el poli que reparte los números y grita: -¡A ver! A este lado, los extranjeros; y a este otro, los del carné de identidad. Y, milagrosamente, la muchedumbre se estira como un chicle, todos pegaditos al muro, como las hormigas en mi casa; al parecer, todo el mundo se había quedado con la cara del que le había dado la vez.

Terminado el reparto, el poli de los números nos dispersa con su aviso: -No abrimos al público hasta las nueve. Y los solicitantes, ya numerados, se dispersan hacia las cafeterías de la zona, desayunan… y luego van volviendo.

Cuando ya casi me toca, tres compañeros de la espera, con aspecto de yonquis desahuciados, salen, amablemente acompañados por un agente, y entran por la puerta donde siguen charlando los cuatro polis; que ya no son cuatro, sino cinco: la chica que estaba con ellos, ahora viste el mismo uniforme que los otros. Según alguien comenta, los drogatas, que efectivamente parecen haber pasado la noche en sendos bancos del parque próximo, están más para que les den una ducha, un plato de sopa y una cama, que un carné.

Llega mi turno. El acto más llamativo es el de mancharse con tinta el índice derecho, para dejar la huella dactilar. Y el funcionario me despide: -Puede pasarse a recoger su nuevo documento cuando pasen cuarenta días. –¿Por qué necesitarán tanto tiempo?, me pregunto, ¿los harán a mano, para que tengan un valor añadido como  productos de artesanía?

Han pasado cuarenta y muchos días. Es octubre. Aprovechando las dos horas de anticipo de la jubilación que, a regañadientes y a medias, nos ha concedido la Madre Administración a los maestros mayores de 55 años (por si nos morimos a los pocos  días o meses de acceder a esa jubilación, desgracia que les suele ocurrir a los más infelices, como yo por ejemplo), me acerco hasta la Comisaría. Entro mirando por encima del hombro a los pobres portadores de número, que se asoman a la puerta y se dicen unos a otros: “Ya ha pasado el cuarenta y cuatro”… Y, en menos que se reza un abecedario, recibo mi flamante deneí. Y otra vez a la calle, donde me calo mis gafas de présbita: para contemplarlo a mi placer, para comprobar que no hay datos erróneos,  para cerciorarme de que el de la foto soy yo. Lo soy… Es mi pelo ralo y endeble, son mis cejas, espesas y cortas, mis ojos achinados y ojerosos, mi barba de chorreones blanquecinos, como la de don Quijote cuando se encasquetó la celada recipiente de los requesones de Sancho… Cualquiera que vea está foto, sabrá con seguridad que no soy el galán de la comedia… Los datos de fecha de nacimiento etc. tampoco están equivocados… Finalmente, la frase que me deja pensativo es la de “válido hasta nosecuantos de 2017” ¿De veras válido hasta el 17? ¿Y su validez garantizará la mía? Por si acaso así fuera, lo guardo, con mucho tiento y primor, en el compartimento más seguro de recia billetera.