En la madrugada de ayer, cuando todavía era noche cerrada, avanzaba yo sin prisa por el monte de Venus (por el monte que cruza la calle Venus, junto al Hospital y la Escuela de Enfermería) camino del trabajo; mientras, la luna llena, apenas velada por la gasa de algunas nubecillas, era en el cielo de occidente una belleza espléndida. Y recordé a algunos poetas que en tiempos recientes han cantado su hermosura, han orado ante su divinidad. Durante la dictadura de Franco, cuando la poesía tenía que ser “un arma cargada de futuro”, los poetas sintieron vergüenza de cantarle a la luna. Luego llegó la transición, y la democracia, y la homologación con Europa. Y los poetas pudieron cantar otra vez a la casta diosa. Casta diva precisamente es el título de un poema de Eloy Sánchez Rosillo, en el cual evoca una noche de su adolescencia, en la casa y los campos de su infancia; una noche de vela y de contemplación casi mística:
La luna, quieta
en el centro del cielo, mi miraba
como mira una madre, con mucho amor, y ungía
con su luz mi inocencia.
Todo mi ser vibraba, entregado al misterio
de aquella noche mágica. Y caminé sin rumbo
por los campos, henchido el pecho
de emoción, de entusiasmo; ebrio mi espíritu
del divino fulgor que me daba la luna.
Y el poeta valenciano Carlos Marzal, en un libro de 2004, canta y reza igualmente a la luna de su pueblo (“La luna sobre Serra”), a “la luminaria fiel de los veranos”:
Tú que riges las horas vehementes,
y el ritmo pasional de los desmayos,
ampáranos, ampara
a estos tus hijos incondicionales.
Cuando ya iba yo por la Biblioteca Pública del barrio, otro altozano desde el que mirarla, la luna llena, de oro, ya se quería caer sobre los tejados, se arañaba con las grúas, se enredaba en las ramas de los árboles.
Finalmente, con el mundo turbiamente alumbrado por otra luz más hosca y agresiva, mientras ella se hundía en las ondas de la Mar Océana, yo me hundía en las hondas mazmorras del instituto Saladillo.
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