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Cuevas de la Juana

Mañana gris y templada. Parece que amenaza lluvia torrencial. Parece, pero las nubes no son tan mollares en esta parte de las Andalucías. Sin pecar de imprudente se puede el paseante arriesgar a salir al campo sin llevar chubasquero.

A Dílar. En las zarzas que orillan la Cuesta del Perro forman tertulias los gorriones, desocupados en esta época. Se vende mosto. Viña de… Al río por el Camino de la Dehesa. La poca vegetación permite ver en la ladera de enfrente las negras bocas de las Cuevas de la Juana. Allá vamos.

El río brama. Baja hinchado por la templanza. En mitad de la ascensión hay que dejar el camino para trepar, primero a través de bancales de olivos y luego por el puro monte, hasta el minúsculo rellano al que se abren las cuevas. Un mirlo, sorprendido en sus quehaceres, levanta el vuelo. Chumberas con algún fruto colorado. El cadáver consumido de un zorro. Grietas en el terreno: las excavaciones de las alimañas han formado mágicos relieves en la pared de arenisca. Las excavaciones humanas, las cuevas, son escuetos agujeros en el talud. Algún techo encalado, en el que se han producido desprendimientos de rocas. Otros techos están ennegrecidos por el humo de las fogatas. Ínfimos muretes de piedra y barro quieren completar los miserables habitáculos. Una higuera, entre las matas de esparto y de romero, se ha vuelto enana a fuerza de abandono. Alguna vivienda exterior al talud, aprovechado como cuarta pared. En el suelo, rocas de recientes desprendimientos. Una de estas humildes viviendas inspira, no la conmiseración de las otras por las paupérrimas gentes que vivieron aquí; ésta despierta una emoción y ternura especiales, como si conservara una especie de aura por haberla habitado un hombre santo. La cueva está precedida de una breve tapia, que forma un minúsculo corral. Ahora en este corral, de no más de cuatro metros cuadrados, crece alta la hierba; y un almendro sin amo, con sus ramas cargadas de almendras, se eleva muy por encima de los muros. La cueva misma sólo es un mínimo abrigo donde apenas guarecerse de la intemperie, con espacio para una yacija de pasto seco. Una cueva como pudo ser la de Belén, o la que se construyó Fray Roque en el Collado, a una hora de camino de aquí.

El paraje es hermoso. Es posible que los desgraciados que aquí vivieron se sintieran alguna vez agradecidos al cielo o a la vida por haberles proporcionado uno de estos refugios en la ladera del monte.

En la otra ladera, más o menos a la misma altura sobre el río, las construcciones modernas de Dílar: chalés de elegantes líneas, de amplios ventanales y terrazas que miran hacia el río y hacia esta vertiente.

Terminada la visita. Hay que seguir. Seguir trepando por la empinada pendiente; alejarse del vacío y silencioso poblado. Al llegar a lo alto, la mirada de nuevo se expande: algún secano en rastrojo y amplios campos de almendros y olivos. Al fondo, la sierra. De pronto el aire zumba amenazante: una bandada de palomas que vuelan altas. Vienen como de los cortijos: Parejo, Gilópez o Macairena, y van hacia Dílar; como si quisieran alejarse, también ellas, de las miserias de la vida en el monte.

Humo de fogata en un olivar: alguien está recogiendo sus aceitunas, ajeno a la fiesta.

Gójar, 25 de diciembre de 2002