Al Ángel del Señor le pregunté
(mas no para probarlo, sino porque sabía
que su edad lo avalaba)
cuál era el mal de nuestro siglo.
Palpitaron sus alas y esbozó una sonrisa
de insondable tristeza: –Me preguntas
lo que sabes de sobra. Contéstate a ti mismo.
Y se quedó esperando mi respuesta.
Yo miré en mi conciencia. Y miré
una vez más el mundo en que vivía.
–La petulancia –dije—es nuestro mal.
Me contestó: –¿Y la causa?
–La causa es la aerofagia –dije yo.
–¿Y cuál es el remedio? –dijo el Ángel.
–El de siempre, mi Ángel: ayuno y disciplina.
–¿Y qué vas a hacer tú: tomar la medicina?
–Si me llevas contigo. –Me rozó con su ala
siniestra, la que siembra el hielo de la muerte.
Mientras el frío eterno me inundaba,
oí que me decía:
–Bienvenido al infierno de los santos.
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