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Dos minutos de vídeo

Todas las convenciones internacionales (como la reciente de Santiago de Chile) de países de habla iberoamericana, para incluir con todo derecho a Brasil y Portugal, me congratulan; porque no son internacionales, sino, a mi entender, nacionales, de nuestra gran nación latinoamericana.

Por eso me da tristeza que lo más divulgado y comentado de ésta de Santiago haya sido una anécdota, dos minutos de vídeo, una frase de cinco palabras (cuatro monosílabas y una bisílaba), una frase muy de estos tiempos en los que diríase que un pareado requiere el esfuerzo intelectual que antes requería una epopeya. Una frase, además, que cualquier profesor de Secundaria repite miles de veces a lo largo, y estrecho, de una jornada de instituto, sin que ello tenga mayor trascendencia; y debiera tenerla.

Mario Vargas Llosa, en su tribuna, en El País, del primer domingo de junio de este año, titulada “La civilización del espectáculo” hablaba de cómo se han ido frivolizando y amarilleando, en las últimas décadas, los medios de comunicación. Sólo es importante para éstos lo que llama la atención, lo que da espectáculo a un público sumido en la modorra intelectual, cultural y moral:

“La civilización del espectáculo tiene sus lados positivos, desde luego. No está mal promover el humor, la diversión, pues sin humor, goce, hedonismo y juego, la vida sería espantosamente aburrida. Pero si ella se reduce cada vez más a ser sólo eso, triunfan la frivolidad, el esnobismo y formas crecientes de idiotez y chabacanería por doquier.”

Crecientes a un ritmo galopante, añado yo, si se me permite que comente a tan insigne maestro: porque cada vez, además, el espectáculo ha de ser más breve, para que no canse a esta sociedad de sofá, pantalla y palomitas.

Un profesor hoy, por seguir en ese ámbito que algo conozco, puede estar haciendo una excelente exposición del tema del día, intercalando ejemplos, suscitando la colaboración de algún que otro alumno, sazonando el discurso con algún breve chascarrillo… y no logrará sacar a los alumnos del adormilamiento (en el mejor de los casos, es decir, cuando no se dedican a hacer ruido con el boli o con los nudillos, o bostezan estentóreamente, o se enfrascan en cuchicheos indisimulados con compañeros más o menos próximos), no conseguirá que espabilen su atención, que se avive su mirada. Hará falta que a ese profesor le sobrevenga un estornudo que quisiera contener, lo que le hará contraer ciertos músculos de la cara; hará falta que de pronto una mosca inoportuna, o cualquier otro insecto volador, se empecine en posarse en la frente del docente; hará falta que éste tropiece con cualquier objeto y dé un traspié, o que se le escape de la mano el borrador de la pizarra y, con el impulso que lleva, vuele hasta la papelera… algo así hará falta para que los alumnos den muestras de querer salir de su sopor, esbocen una media sonrisa, aviven los ojos y se muestren interesados.

Hace un año o dos, algunos comentaristas de la actualidad ironizaban sobre la cultura de sus conciudadanos y la propia diciendo, más o menos: “Ya todos tenemos una cultura Google”. Pues bien, me parece que el vertiginoso descenso que se está produciendo, ya sólo permite que nos concedamos “una cultura Youtube”.