Antes de que, en mi remota infancia, se me pasara por la imaginación la quimera de estudiar idiomas (no de estudiarlos yo, sino de que alguien dedicara su tiempo a esa peregrina ocupación) fui consciente de la importancia de estudiar el idioma: el propio idioma. Y recuerdo la mañana en que me percaté del tema… Andrés el Chicharra se acercó a don Antonio, el maestro, para decirle que su hermano Fernandín no había venido aquella mañana a la escuela “porque le dolía el tragaero”. Don Antonio primero hizo un gesto de aquiescencia y comprensión, y, sin solución de continuidad, otro gesto de abatimiento y negación; para terminar repitiendo, como un eco distorsionado, con aquella voz grave y pastosa que parecía salirle del intestino grueso, las palabras finales del Andrés, las que aludían al órgano doliente de su hermano: “El tragaero…” Y a continuación, aflautando el timbre cuanto pudo, corrigió: “¡la garganta!”.
Un servidor, testigo próximo de aquel mínimo diálogo académico, comprendió entonces que, lo mismo que no nos poníamos la misma ropa para ir a las faenas del campo, capar ajos por ejemplo, que para ir a misa el domingo, no debíamos usar las mismas palabras para dirigirnos al cura o al maestro que para hablar con un vecino, con un compañero de miserias. Porque las palabras han de vestir los pensamientos con la ropa adecuada para que se presenten con el atuendo que cada ocasión requiere, que cada interlocutor se tiene merecido.
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