Cierto escritor a quien admiro contaba hace poco que había dejado de depositar ordenadamente su basura doméstica en los contenedores porque había descubierto que una pandilla de vivales vendían, en el Rastro madrileño, lo que encontraban vendible entre los papeles que el escritor, cívicamente, arrojaba en el contenedor correspondiente. Desde entonces echa sus borradores, saludas, invitaciones y demás foliamenta desechable en la misma bolsa que los restos de la cazuela de fideos con bacalao y los despojos y desperdicios del pollo en pepitoria.
Tienes que ser importante, aunque sea como delincuente, para que alguien tenga interés en hurgan en tu basura. Con esa escena de alguien husmeando en la basura de otro, siempre asocio una escena de la película El último emperador: esa en la que el pediatra del emperador niño (el imperiatra, habría que decir) mira, y luego se acerca a las narices, la bacinilla en la que el áulico niño acaba de depositar su caquita, para dictaminar inmediatamente que hay que limitar al imperinfante la ración diaria de chucherías y aumentarle la de nabos hervidos.
Y bien, no pensar ustedes que, como en mi basura nadie se va a poner a olisquear, yo mismo les voy a hablar de ella. Manténganse cerrados con su legítima tapa esos cubos de mi casa, que yo de lo que quiero escribir hoy, como he anticipado en el título, es de ese cubo pequeño, ese cubículo, que está posado en mi mesa de trabajo (y de descanso) y es alojamiento de mis herramientas de escribir. Esto también constituye una especie de desnudamiento personal, pero muy pudibundo, como darse una vuelta en el dobladillo de los pantalones para lucir los calcetines o los desnudos tobillos. Vamos allá…
Para empezar, he aquí un lápiz bicolor, rojo y azul, con el que hago subrayados y otras señales en lo que leo (excepto que lo esté leyendo en la pantalla del ordenador). Con el rojo señalo las frases que son como el título de una idea o tema que se va a desarrollar a continuación. Con el azul subrayo los pasajes que son destacables en sí mismos. Insisto: sin un lápiz bicolor estoy perdido. Aunque, la verdad, desde hace algunos días, cuando lo cojo me quedo un momento mirándolo con cierta inquina… Esto ha empezado a ocurrir cuando he leído en Los años del miedo, de Juan Eslava Galán, que Franco, en los meses (o años) posteriores al final de la guerra, mientras tomaba café en la sobremesa, expresaba su visto bueno a las condenas a muerte con uno de estos lápices. Yo saco el mío del lapicero y lo miro durante unos segundos de recelo y sobresalto, y luego concluyo que aquel hermano de mi lápiz no tenía culpa de nada; y mucho menos mi lápiz, por lo que no hay motivo para tirarlo a esa basura en la que nadie me investigará.
Comparte habitación con este lápiz un…
Lo siento… Dispensen ustedes… Se ha agotado el número de líneas que es admisible dedicar a tan trivial recipiente.
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