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Habares

En esta mañana de sábado primaveral, mientras aguardo al albañil que nos está cambiando la bañera, perforada pro el óxido, oigo el manso sonido de la lluvia bienhechora. Está lloviendo sobre este mezquino país llamado España. Y entre tanto… estoy recordando las lluvias primaverales de mi infancia en mi pueblo, el efecto de la lluvia sobre aquellos campos, sobre los habares en flor, especialmente. Qué bien olían después de la lluvia los habares, con cuánta hermosura representaban el remedio para el hambre que estaban anunciando. Todos seguíamos atentos la evolución de aquellas flores blancas y aromáticas, el proceso por el que iban siendo sustituidas por unas vainas diminutas que luego crecían y crecían. Para San Marcos, 25 de abril, llenábamos el primer cesto. Y ya había llegado el verdeo para los míseros animales humanos que cuidaban y se dejaban cuidar por aquellos campos: habas crudas con pan, cazuela de habas, habas fritas, habas en tortilla… Y a engordar se ha dicho; y a prepararse para los rudos trabajos que el verano, ya próximo, traería.

Bastantes anécdotas recuerdo directamente relacionados con aquellos benéficos habares… Recuerdo, por ejemplo, un día de vacaciones de Semana Santa, un día de primavera y de habares en flor. Yo jugaba en las eras con los demás niños. De pronto apareció don Antonio, el maestro (tendría yo nueve o diez años) y me llamó: tenía que encomendarme una faenilla. Fuimos a su casa, donde, revolviendo por patio, huerta y habitaciones, juntó un puñado de cañas y otro de trapos viejos. Me puso ambos puñados bajo los brazos y me mandó tirar para su haza, para su campo de habas en flor; con aquel material íbamos a confeccionar espantapájaros para que los alados y voraces bichos no se manducaran las benditas flores. “Y me esperas allí, que yo no tardaré mucho en llegar”. Seguro que no quería pasearse por el pueblo en compañía de la humilde acemililla que le transportaba tan miserable carga. La acemililla, por su parte, en un par de trotes llegó a la haza del maestro, soltó trapos y cañas en la misma orilla, y, en otros dos trotes, se puso a salvo de la vista del odioso Serón (el mote con que lo agasajábamos). Pero éste ya le había amargado los días que aún quedaban de vacaciones de Semana Santa: sabía que el lunes de Pascua no tendría más remedio que presentarse, sin parapeto alguno, al alcance de la mano del maestro, ante sus ojos saltones.