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Oposiciones

Anteayer Juan Antonio González Romano colgó en su blog (lo tienen ustedes ahí al lado, en los enlaces de la columna de la izquierda) un artículo con este mismo título: “Oposiciones”. Es un artículo de maestro; así que yo digo amén, amén y me callo.

O no me callo y cuento mi experiencia en eso de las oposiciones. No es una experiencia muy larga: acabaré en pocas líneas.

Mi título de Licenciado en Filología Románica me hacía natural opositor en la especialidad de Lengua y Literatura, pero como el primer curso que me dediqué a la enseñanza en un IB (Instituto de Bachillerato) ocupé una plaza de profesor de Griego (ya saben: no griego de ahora, sino de cuando Sócrates empezaba la carrera), ese primer año me presenté a las oposiciones de Griego. Es que las lenguas clásicas tienen su encanto: palabra de honor. Al año siguiente fui profesor de Griego y de Lengua Española; y me pasé el curso en la pura y dura duda: ¿a cuáles me presento? Eché moneda al aire y salió Clara, digo cara, digo Alma. En fin, un lío de oposiciones y de hijas. Y me presenté a las de Lengua Española. Sonó la flauta y me hice músico, o sea, profesor titular, o sea Profesor Agregado de Bachillerato. Algunos años después el Gobierno, sin previo aviso, nos cambiaría ese título, a mí y a todos mis colegas, por el de PESES: Profesores de Educación Secundaria. Fue cuando en este país la educación pasó a ser una cosa secundaria.

Transcurridos algunos años más, tuve otra experiencia de oposiciones: fui vocal en un tribunal. Una experiencia penosa: un mes muy duro para los miembros del tribunal y, claro está, mucho más duro aún para los doscientos setenta y cinco opositores que competían por tres miserables plazas. ¡Un engaño y una vergüenza! Pero no se me confundan: los componentes del tribunal actuamos en conciencia de modo absoluto, sin la más leve sombra de corrupción o de favoritismo.

Al comenzar a escribir mi comentario de hoy, pensé que cabrían algunas anécdotas de aquel mes; ahora pienso que no es cuestión de cansar al despistado ni al avisado visitante. Otro día será, si la memoria nos mantiene vivos. Eso sí, quiero aprovechar la ocasión para mandar, según corresponda, un abrazo o un beso a los compañeros que conmigo fueron parte de aquel tribunal: Salvador López Quero (Presidente), Carlos Sánchez Ruiz (Secretario), Margarita Calzado Cantera y Amparo Moreno López (Vocales, como yo).

Ya sólo me queda desear suerte, paciencia y una salud de hierro (iba a decir “de acero” y me ha retraído el funesto calambur posible) a los componentes de los tribunales, a los opositores jóvenes e inexpertos, a los interinos con varios lustros de experiencia, a Góngora (para que nadie lo confunda con Espronceda) y a los conserjes de los institutos donde queden alojados los muchos tribunales que este año habrán de constituirse. Y a nuestros mandamases “queridos”, que les piquen los mosquitos hasta en la cara oculta de los párpados.

El maestro

LUIS CERNUDA, OCNOS

Lo fue mío en clase de retórica, y era bajo, rechoncho, con gafas idénticas a las que lleva Schubert en sus retratos, avanzando por los claustros a un paso corto y pausado, breviario en mano o descansada ésta en los bolsillos del manteo, el bonete derribado bien atrás sobre la cabeza grande, de pelo gris y fuerte. Casi siempre silencioso, o si emparejado con otro profesor acompasando la voz, que tenía un tanto recia y campanuda, las más veces solo en su celda, donde había algunos libros profanos mezclados a los religiosos, y desde la cual veía en la primavera cubrirse de hoja verde y fruto oscuro un moral que escalaba la pared del patinillo lóbrego adonde abría su ventana.

Un día intentó en clase leernos unos versos, trasluciendo su voz el entusiasmo emocionado, y debió serle duro comprender las burlas, veladas primero, descubiertas y malignas después, de los alumnos –porque admiraba la poesía y su arte, con resabio académico como es natural. Fue él quien intentó hacerme recitar alguna vez, aunque un pudor más fuerte que mi complacencia enfriaba mi elocución; él quien me hizo escribir mis primeros versos, corrigiéndolos luego y dándome como precepto estético el que en mis temas literarios hubiera siempre un asidero plástico.

Me puso a la cabeza de la clase, distinción que ya tempranamente comencé a pagar con cierta impopularidad entre mis compañeros, y antes de los exámenes, como comprendiese mi timidez y desconfianza en mí mismo, me dijo: “Ve a la capilla y reza. Eso te dará valor”.

Ya en la universidad, egoístamente dejé de frecuentarlo. Una mañana de otoño áureo y hondo, en mi camino hacia la temprana clase primera, vi un pobre entierro solitario doblar la esquina, el muro de ladrillos rojos, por mí olvidado, del colegio: era el suyo. Fue el corazón quien sin aprenderlo de otros me lo dijo. Debió morir solo. No sé si pudo sostener en algo los últimos días de su vida.

Humano humo

Con volutas de humo de la hoguera

en que arde la vida del poeta,

el poeta hace versos. Con volutas de humo.

El poeta se quema como incienso

en el altar de un dios.

Mientras tanto las gentes van y vienen,

laboran, se hacen ricos, envejecen,

dan fiestas, pierden órganos, se mueren

o levantan sus torres hasta el cielo.

El poeta los mira desde lejos:

son sus hermanos,

son su pasión, su pesadilla,

la raíz que lo entierra, la flor que lo enaltece.

El poeta se sienta

en medio de su hoguera y mira el mundo,

inmenso carrusel que nunca se detiene.

Que nunca se detiene.

El poeta está ardiendo y en su pira

hace versos con humo.