Repique de campanas en la radiante mañana del domingo. Son las diez menos cuarto… De modo que supongo que estarán llamando a misa. Y anunciando, de paso, la alegría primaveral del primer fin de semana de mayo, en el que la Cruz de la Pasión se transforma en la Cruz de la Fiesta.
Cuando yo era monaguillo –otra de infancia…—, subí con frecuencia a esa torre, con mis colegas, para repicar manualmente: había que colgarse de la campana para iniciar el giro, y luego, para mantenerlo, meter rítmica y hábilmente la mano y propinarle el leve empujón que requería. Las primeras veces, claro está, el objetivo inmediato era sobreponerse a las fuertes impresiones de la altura y del estruendo…
Mi pueblo era entonces vetusto, pero la torre de su iglesia distaba, y sigue distando, de parecerse a la de Vetusta. El párroco no se subía allí a contemplar sus dominios, como don Fermín de Pas contemplaba los suyos. Al párroco de mi pueblo le bastaba hacer un recorrido de diez minutos por las polvorientas o embarradas calles para comprobar que seguía siendo el reverendo.
Algunos años más tarde, siendo ya un servidor seminarista, aprendía canciones que cantaba a coro con sus colegas; canciones, cuando no eran propiamente de iglesia, rurales y melancólicas, y siempre sin asomos de impudicia. Muchos años más tarde, cuando fui padre de niñas pequeñas, se las canté a ellas como nanas, y ellas, a su vez, terminaron aprendiéndolas. La letra de una de estas canciones dice así:
La torre de mi pueblo
no la puedo olvidar;
no la puedo olvidar
porque le tengo amor.
No quisiera morir
muy lejos de ella, no.
Subiendo por la cuesta
con la gavilla voy…
con la gavilla voy
tejiendo mi cantar;
con espinas al pie
y en el pecho un pesar.
Cantada, bien cantada, suena mucho mejor.
La torre de mi pueblo fue restaurada hace algunos años; y la verdad es que cuando se la contempla iluminada por el sol poniente, erguida sobre la vegetación renovada de la primavera, tiene su encanto: un encanto algo recóndito, íntimo, similar al de una joven campesina de otros tiempos, de austero atuendo, deslucido por los soles, pero, como la mujer manchega de Machado, con frescura de bodega en sus adentros.
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Una campana nos lleva a la primavera, a Vetusta, a Machado. Evocación en estado puero.