Hoy, al final del recreo, en la puerta del instituto (yo entraba y ella salía), me ha mirado con amplia sonrisa de reconocimiento, ajena a cualquier rencor. Yo he percibido en ella los rasgos familiares de la que es antigua alumna, sin más especificaciones. Nos hemos saludado, ella me ha recordado su nombre y apellidos y el año en que acabó en el instituto.
Ahora la estoy viendo en fotocopia de foto tamaño carné, con la misma sonrisa de esta mañana, en el cuaderno de 4º de ESO del curso 2000-2001. De su grupo recuerdo algo más que a ella a otros alumnos: a Halima Elguetebi (que estuvo con nosotros bastantes años), a Sergio Godoy (también pasó por el instituto un su hermano cuyo nombre no recuerdo, Francisco Javier quizá), a Elisa Melgar (vivía por La Juliana y a veces nos encontrábamos camino del currelo), a Irene Oliva (trabajadora y voluntariosa), a José Antonio Ruiz Zorrilla, “Zorri”, (la última vez que lo vi, tan sencillo y jovial como siempre, lucía un cuerpo de campeón aqueo de La Ilíada: aunque, según me dijo, sus armas no eran lanza y espada, sino paleta y plomada de albañil), a Miguel Trujillo (alto como un chopo de ribera)…
Cuando, en la Prueba de Madurez que seguía al Preu, el profesor de Francés me preguntó a qué profesión me gustaría dedicarme, no dudé un momento, y le contesté que quería ser profesor.
–¿Por qué?
–Porque, a lo largo de mis años de estudiante, es lo más interesante que he visto hacer: enseñar a otros.
En francés, claro está, aunque ya no me atrevo a reproducirlo aquí de olvidado que lo tengo.
Y bien, en ello estamos: con el mismo amor y respeto a la profesión del primer día; aunque el panorama que hoy contemplamos, y el que tememos contemplar en los próximos años no despierta mi entusiasmo: un pedregal despeante y descorazonador. Que Dios se lo pague a nuestras autoridades educativas.
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