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El liberalismo auténtico

Acostumbrados los lectores de Certe patet a abrevar en lo breve, les copio aquí sólo los párrafos centrales de este artículo de Antonio Garrigues Walker, publicado hoy en La Tercera de ABC. Constituyen, o tal pretenden, una síntesis del liberalismo considerado desde una perspectiva actual. Quien se interese por el tema como para desear leer el artículo completo, que se mude a ABC, que es gratuito en Internet; o que diga esta boca es mía.

Voilà.

Pero aclaremos, por de pronto, varias cosas. No es, desde luego, liberal la persona que confiesa y defiende sentimientos xenófobos o racistas como hace en estos momentos un alto porcentaje de la ciudadanía del mundo occidental; no es liberal la persona que pretende poseer, nada más y nada menos, que la verdad absoluta; no es liberal, en concreto, quien afirma que su religión además de ser verdadera, es la única verdadera y que, por ende, las demás son falsas o como poco, menos salvíficas; no es liberal el que defiende tradiciones o privilegios aunque sean causa importante de desigualdades; ni tampoco el que acepta esas desigualdades como inevitables, e incluso naturales a la condición humana; no es liberal el que coloca a la sociedad como un valor superior al individuo y a la igualdad como un principio que prevalece sobre el de libertad; no es liberal -y merece la pena aclarar bien este tema- el que mitifica y sacraliza el mercado como la panacea universal.

El liberalismo entiende que, por regla general, el mercado es el sistema que permite una asignación más eficiente de los recursos y por ende el que mejor facilita no sólo la creación sino también la distribución de la riqueza. Pero si por cualquier razón ello no fuera así, el liberalismo ha defendido y defenderá inequívocamente la actuación del sector público y su intervención directa, con tal de que no tenga carácter permanente y el proceso pueda ser controlado en todo momento por la sociedad civil. El liberalismo se opone, sin la menor reserva, a toda forma de concentración de poder económico, sea público o privado, y por ello reclama una aplicación estricta de las leyes antimonopolio y de las normas que defienden una competencia leal. El liberalismo no tiene nada que ver con el llamado «capitalismo salvaje» ni con ningún sistema que provoque la indefensión y la opresión del ciudadano. El liberalismo protesta contra un mundo en el que se están acentuando las desigualdades tanto a nivel internacional como nacional, justamente porque se falsifican y se adulteran las reglas del mercado en beneficio de los más poderosos.

No hay peor ni más falso liberal, dicho sea con el mayor respeto, que aquel que limita su liberalismo al mundo económico. Se es liberal en todo no se es liberal en nada. El liberalismo no es simplemente ni fundamentalmente una teoría económica. Al liberalismo le importa mucho más el ser que el tener y aunque respeta profundamente el deseo de tener, la propiedad privada y el interés particular de cada ser humano, concede un valor decisivo a los planteamientos morales sin los cuales el sistema se encanalla y se derrumba, como está sucediendo con el sector financiero y el inmobiliario. Ni uno sólo de los grandes pensadores y filósofos de liberalismo (y en especial Adam Smith y Hayek) han dejado de insistir en esta idea. No podemos olvidar, como dice Röpke, que «las cosas auténticamente decisivas son las que están más allá de la oferta y de la demanda, aquellas de las que depende el sentido, la dignidad y la plenitud interior de la existencia».

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