O sea, mi tío Andrés. Bueno como el pan del Horno de los Vílchez, en La Zubia. Bueno como todos sus hermanos, los Turros, los hijos de Trinidad la Turra. Andrés era el único abstemio de todos ellos, ocho varones de raída capa. Y por eso fue el que pudo permitirse el lujo (no tanto lujo, claro está) de vivir durante muchos años de su bar o su taberna.
Tenía alma de cantor. Estoy seguro de que lo que más hondo sentía era el canto, como los ruiseñores de ribera. Especialmente el canto religioso: las coplas a María Siempre Virgen. ¿Cómo se puede estar cantando, durante horas, amagado sobre el arrollo (sin la venia del diccionario, que me exige que escriba caballón) sembrando ajos con el almocafre? Con su voz tamizada, sin alardes ni estridencias, que no erraba una nota…
Creo que hubiera cantado (A la lima y al limón, ya no tienes quien te quiera… o cualquier otra copla) mientras un inquisidor como Francisco de Quevedo lo torturaba para hacerle confesar que le echaba agua al vino. Imagínense ustedes: Quevedo con las tenacillas en la mano amenazándole con arrancarle las uñas, y el chacho Andrés entonando un Dios te salve, Reina y Madre. Y luego, cambiando el tercio: “No se me arrebate, don Francisco, que guardo en la bodega un tonelillo de morapio para los circuncisos como vuestra merced”.
La última vez que lo vi, en el Hospital Clínico de Granada, miraba más hacia el otro mundo que hacia éste: aguardaba el encuentro con su Divina Pastora: ojalá Ella lo esté ahora apacentando por los prados del cielo.
Filed under: Narraciones | Leave a comment »