Antonio Muñoz Molina es bastante más joven que yo, lo que quiere decir (entre otras muchas cosas) que en su infancia y adolescencia no le pillaron años tan duros del Franquismo (sé que nadie escribe esta palabra con mayúscula inicial, pero es la ortografía correcta, válgame la redundancia), tan duros del Franquismo como los que yo viví, menos duros, a mi vez, que los que soportaron mis hermanos mayores. Por eso me extrañó que en El viento de la luna reflejara una experiencia de colegio de jesuitas tan terrible. Páginas, por cierto, menospreciadas por algún crítico, que decía que esas escenas ya las había descrito Ramón Pérez de Ayala en A. M. D. G., y que Muñoz Molina no aportaba nada para superar los textos del ovetense. Yo no opino… Sólo confieso que soy un lector devoto de Antonio Muñoz Molina.
Y miren ustedes por dónde, hoy que quería contar mi experiencia como seminarista devoto, comienzo confesando que soy un lector devoto. Se ve que tiendo a las devociones, a pesar de que siempre he estado de acuerdo con el refrán que nos advierte que “primero la obligación y luego la devoción”.
Pues no… Yo no estuve en un colegio de jesuitas, sino en dos seminarios diocesanos. En el primero, sólo un año; en el segundo, cuatro cursos. Y jamás presencié castigos corporales que merecieran tan pomposo nombre, ni tratos vejatorios. Nada de eso. Es verdad que comíamos muy mal, que pasábamos muchísimo frío en invierno (los inviernos de Granada…), que, quitando estudio y devociones, sólo quedaba tiempo para un escueto rato de deporte, frontón o fútbol principalmente. Y los curas, los “superiores” que los llamábamos, llevaban una vida prácticamente tan dura (tengamos en cuenta, además, que muchos de ellos estaban aquejados de dolencias varias), tan dura como la de los mismos seminaristas.
Vida de ascetas, para que no menudearan las tentaciones de la carne a pesar de los supuestos vigores de la edad. Mujeres no veíamos…
Pues no como mujeres se nos presentaban las monjitas que se ocupaban de la cocina y otras intendencias; ni las chicas que tenían como ayudantes: ¡con qué aspecto tan desgreñado y sucio aparecían siempre las pobres cuando, de tarde en tarde, salían a donde las pudiéramos mirar!
Recuerdo –¿o imagino?—una temporada en la que estuvo asistiendo a nuestra misa de domingo una señora joven, esbelta, una belleza elegantísima, que subía, pasillo central adelante, hasta las gradas del presbiterio para recibir la comunión, dejando esparcida su celestial fragancia por todo el ámbito de la iglesia. Pero, claro, tan ausentes de mujeres andábamos que aquélla bien podía haber sido una alucinación colectiva.
La Virgen María Madre de Dios, la Virgen de Gracia para más señas, admitía todas nuestras rendidas jaculatorias, pero sólo era una imagen de madera policromada en el camarín de la capilla.
Ningún otro seminarista había al que Nuestra Señora de Gracia le inspirara una devoción tan alta, un amor tan total, como el que testimoniaba Cañavate… ¡Ay, Cañavate…! ¡Cómo afeaba nuestra tibieza con su santidad! Por eso, tácitamente, todos nos preguntábamos por qué no estaba en el cielo si era santo. ¿Ustedes se imaginan lo que puede durar un rosario cuando el rezador solista es un seminarista santo? Dura una eternidad. Dura tanto como para que los seminaristas de piedad adocenada y rutinaria sean reiteradamente tentados por el demonio de la desesperación. Porque oír rezar un “Ave, María” como una dramática declaración de amor apasionado puede ser edificante; pero ¡cincuenta avemarías en el mismo estático éxtasis, mas cinco padrenuestros, más toda la letanía…! No he vuelto a saber nada de Cañavate. Supongo que, a poco que le duraran los afanes místicos, se ganaría una plaza en los altares. Sancte Cañavate, ora pro nobis.
Y ya saben ustedes, lo recordábamos hace pocos días aquí, que el año 68, el de “por mayo era”, se puede considerar el año emblemático del despoblamiento de los seminarios: se quedaron vacíos. Muchísimas sotanas se quedaron colgadas o arrinconadas; no sólo sotanas de seminaristas: también sotanas de sacerdotes que comenzaron haciéndose curas obreros, o algo por el estilo, y acabaron tan seglares como cualquiera o, mejor dicho, tan seglares como su pasado les permitía.
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