No siento más amor por la bandera blanca y verde que el que pueda sentir por la de la patria querida de Asturias, que, me parece, es de un color celestito muy guapo; o por la del Vaticano, que tiene, según creo, los colores del huevo frito.
No me gustan las banderas: me gusta el campo abierto. Y por eso este puente de los estudiantes y de los maestrillos no lo celebro como el puente del Día de Andalucía, sino como el puente de San Matías, que trae el sol a las umbrías y el boleto de salida para el invierno.
Para celebrar San Matías, acabo de darme una buena y animosa caminata por el campo, entre secanos abandonados a los matojos, y cuidados cultivos. He pasado, por ejemplo, junto a la viña de mi amigo Eustaquio, que ahora duerme el sueño necesario para su próxima belleza y fecundidad. El que ahora está hermoso es el enorme almendro que tiene en medio de la viña: un gigantesco globo de flores blancas.
No me gustan las banderas como no me gustan las fronteras. Me crié en estos campos adonde ahora he venido a pasar el puente. Y el campo no tiene bandera: tiene coles, almendros, vides; y también muchos pájaros, que tampoco entienden de banderas, sino de trinos. Luego me cogieron los curas por su cuenta y me dieron una educación católica. Hace mucho tiempo que dejé de de considerarme católico, pero el adjetivo católico me sigue gustando; más que nada por su etimología griega: para todos. Como quiero yo la tierra de la Tierra.
Al agnóstico y pacífico profesor de una lengua hispánica que ahora soy no le gustan las banderas. Porque donde hay banderas hay fronteras; y donde hay fronteras hay policías impidiendo el paso o, por lo menos, incordiando.
El nombre de este blog salió de unas palabras de Dédalo versificadas por Ovidio: caelum certe patet: el cielo ciertamente está abierto. Pues bien, yo deseo para estos tiempos nuestros una tierra de la que se pueda decir lo mismo: terra certe patet.
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