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Serafín y su cáñamo

Era, Serafín, un vejete rubicundo y cazurro, cuando el que aquí escribe era un niño de diez años.

Tuvo, Serafín, hecha garberas en las Eras Bajas, una cosecha de cáñamo que llegó a convertirse en parte el paisaje. Para un niño de la edad que yo tenía entonces, dos o tres años son la eternidad. Y el cáñamo de Serafín era parte de aquella eternidad.

Después supe que los chavales algo mayores le preguntaban: “Serafín, ¿por qué no agramas el cáñamo?” Y Serafín, sacando una sonrisa leonardesca y socarrona, les contestaba: “Eso está ahí pa amolar”.

No sé si verdaderamente algún muchacho se llevó a una paisana a darle candela en el cáñamo de Serafín. Los niños en él sólo hacíamos escondites inocentes para jugar al uno y dicho, oki y similares.

Todos conocíamos la mata de cáñamo; y sabíamos que a las chamarizas (o los chamarices) les gustaban mucho sus semillas, los cañamones. Pero nadie sabía de una variedad de cáñamo de la que se obtuviera una droga. Es más: no conocíamos la palabra droga. En serio: no la conocíamos.

Ello no quiere decir que la gente no se colocara. Según contaban los mayores, Serafín y su hermana María, los dos viejos y solteros y habitantes de la misma morada, se ponían morados con picantes: siempre que los tenían al alcance, se acompañaban el platico de olla con unos cuantos de esos que con un solo mordisco convierten una boca en una hoguera. A estos hermanos, sin embargo, sólo les provocaban una sonrisa de satisfacción y malicia, menos seráfica que lujuriosa.

Estuvo bien que dispusiéramos durante tanto tiempo de las garberas del cáñamo de Serafín, que parecían un campamento indio. Además, alguien se libró de agramarlo, lo que era un trabajo insalubre e infame, con aquellos caballetes de larga y pesada cuchilla…

Hoy, en la casa, remozada, de Serafín y María, una su sobrina bisnieta ejerce su profesión de peluquera.