Si me preguntan, hoy por hoy –o por mañana–, qué es lo que más me gusta de este mundo, de contestar sinceramente, diría que la risa de mis hijas. La risa… e incluso la sonrisa.
Pero a mis hijas mayores las veo poco, son universitarias, no están en casa.
Ellas ausentes, pues, me redimo en la risa de mi hija menor. Y en la de mis alumnas (son mayoría las chicas en los cursos de bachillerato).
A veces siento envidia de los escritores; o sea, de los que viven de lo que escriben. Y me consuelo pensando que también la de profesor es profesión envidiable.
Ya lo he contado en este blog: uno de mis trabajos de niño fue el de espantapájaros. Había que evitar que las canoras avecillas se comieran lo sembrado. Ahora, en mis ocupaciones como profesor y padre, siento que me he convertido en guardián de la bandada, a la que debo llevar a pastar a los mejores sembrados, para que se alimenten de los mejores brotes y semillas, para que estén saludables y se rían.
Ojalá mis hijas tengan ahora profesores que propicien su risa, que las lleven a los pastos más almos, y que disfruten cuando vean que se ríen… de los espantapájaros.
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