Salió el sembrador a sembrar su semilla… ¡Un momento, un momento, un momento…! Remontemos, o remomentemos, a los antecedentes.
Al sembrador le habían nacido los dientes mientras jugaba en la tierra, con su escardillo de niño. Se había pasado la juventud aprendiendo el oficio rural: de su padre y de los demás agricultores de su pueblo y de los pueblos colindantes. O sea, el sembrador había hecho la carrera de sembrador.
Pero… había sido contratado para la siembra por un terrateniente más borrico que los borricos que tenía en las cuadras.
Este terrateniente compraba, a precio de mercado, semillas de buena calidad: de habas, de trigo, de espinacas, de maíz, de patatas. Luego decía a cada uno de sus sembradores:
–Coge un saco del color que más te guste: (gris claro A, gris claro B, gris claro C…), del material que te parezca más adecuado (plástico A, plástico B, plástico C…), y mezcla en él, a partes iguales, la semilla de habas, de trigo, de espinacas, de maíz, de patatas. Elegirás los días de la semana que te parezcan más favorables para la plantación (siempre que estén incluidos en tu elección todos los que van de lunes a viernes); y esparcirás la semilla en la parcela que mi capataz te asigne, sea ésta arcillosa, pedregosa o arenosa; seca, inundada o semihúmeda. Vete ya. Y no olvides que te vigilo; ni que eres el responsable de los frutos que tu siembra me dé.
Salió el sembrador a sembrar su semilla… Y por el camino se iba cagando en los muertos del dueño de la tierra.
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