Me despierto y, automáticamente, miro los números fosforescentes y silenciosos que se yerguen sobre mi mesita de noche: 6:30. El reloj biológico sigue funcionando con exactitud. O sea, mal: puesto que ya tendría que saber el reloj biológico que el día 22 dimos las notas a todos los alumnos de Secundaria, y que el día 24 se las dieron a los alumnos de Selectividad, y que ayer –Lunes de Resaca en esta ciudad—dejé preparados los exámenes de septiembre.
Cierro los ojos y me vuelvo a dormir. Al rato despierto otra vez, pero no abro los ojos, sino que atiendo a los sonidos que me llegan a través de la ventana (necesariamente abierta por el calor): el zureo aterciopelado de una tórtola, la patética carcajada de una gaviota, la gritería descontrolada de los gorriones. No son desagradables como despertadores estos alados bichos, pienso mientras me levanto. Son las siete y cinco. Y pienso también que llega la temporada de verano, la de la juventud noctámbula: con sus voces, músicas y rugidos de motores a cualquier hora de la noche o de la madrugada. Una evidencia más del fracaso de todos en la función social de la educación. Si estuvieran adecuadamente educados, estos muchachos que pasan toda la noche en sus diversiones (¿la pasarían así?), tendrían en cuenta a los que duermen.
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