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Despertadores y despertados

Me despierto y, automáticamente, miro los números fosforescentes y silenciosos que se yerguen sobre mi mesita de noche: 6:30. El reloj biológico sigue funcionando con exactitud. O sea, mal: puesto que ya tendría que saber el reloj biológico que el día 22 dimos las notas a todos los alumnos de Secundaria, y que el día 24 se las dieron a los alumnos de Selectividad, y que ayer –Lunes de Resaca en esta ciudad—dejé preparados los exámenes de septiembre.

Cierro los ojos y me vuelvo a dormir. Al rato despierto otra vez, pero no abro los ojos, sino que atiendo a los sonidos que me llegan a través de la ventana (necesariamente abierta por el calor): el zureo aterciopelado de una tórtola, la patética carcajada de una gaviota, la gritería descontrolada de los gorriones. No son desagradables como despertadores estos alados bichos, pienso mientras me levanto. Son las siete y cinco. Y pienso también que llega la temporada de verano, la de la juventud noctámbula: con sus voces, músicas y rugidos de motores a cualquier hora de la noche o de la madrugada. Una evidencia más del fracaso de todos en la función social de la educación. Si estuvieran adecuadamente educados, estos muchachos que pasan toda la noche en sus diversiones (¿la pasarían así?), tendrían en cuenta a los que duermen.

¿Verano?

–Se va muriendo Junio. Ya se acerca

el tórrido verano de la trilla.

–¿De qué trilla? Ya no hay trilla, ni alberca,

ni sentarse a la noche en una silla

al fresco de la calle; ni una puerca

haciendo la carrera de morcilla.

Llega sólo el secano, no el verano.

Sin mieses, sin higueras no hay verano.

Por todas partes se nota la crisis

En llegando la temporada de verano, me baño en la playa a las ocho de la mañana. Me presento en la orilla como un centauro mecánico, o un canguro con ruedas, es decir, yo en mi bici. Y estreno la playa nuestra de cada día. Cuando acaba de pasar el tractor municipal de la limpieza, cuando Apolo es un niño todavía, y cuando el único compañero humano que se pasea por la arena es el buscatesoros, que va oscilando su trompa de oso hormiguero mecánico –ahora me doy cuenta de que tendría que haber titulado esta entrada “El centauro y el oso hormiguero”, o “El oso hormiguero y el centauro”, tanto monta.

El oso hormiguero es un hombre que ronda la edad de la jubilación, un jubilado imparable o un parajubilado; que, me temo, no ha sacado una verdadera sortija de oro de la arena desde hace treinta años o más, desde que yo encontraba monedas en el chorro descubierto que bajaba por mi calle de San Luis, en Gójar patria querida.

Lo que en la playa me ha chocado esta mañana ha sido que mi compañero Odyssey no era el pureta de todas las mañanas, sino un apolíneo ragazzo que no pasaba de los veinte. ¡A las ocho de la mañana de un sábado veraniego!, ¡y en feria que anda esta ciudad! Un ganimedes enganchado a la trompa mecánica, animado por la resoluta esperanza de que alguna de las anillas de latas de cerveza no sea tal, sino una alianza de platino con diamantes.

Cómo se nota que los vientos de desolación están barriendo nuestras casas –unas más que otras: es cierto–.

Ojalá hoy haya tenido suerte mi vecino de playa, mi marinero (¡alas del amor!) varado en las penurias de la arena.