Paronomasia por partida doble -¿con intención onomatopéyica?- que podéis encontrar leyendo el tratado tercero del Lazarillo. Que escribió su autor (ahora se empeña Rosa Navarro en demostrar que Alfonso de Valdés, aunque los colegas de esta eminente maestra no acaban de sentirse convencidos), que escribió su autor, haya sido éste quien haya sido -joven, inteligente y juguetón seguro que lo era cuando se entretuvo en las andanzas de Lázaro-, en un lenguaje no tan llano como habitualmente se encarece, puesto que le salen frunces, pliegues, dobladillos, escarolados, bolsillos y canaletas por doquier. El autor era, en suma, alguien que disfrutaba escribiendo; como disfrutaba observando su entorno, aquella España de capa y espada, o de caspa y espejismo, tan grandiosa de intenciones como mísera de realidades; y leyendo: que vamos todavía por la línea séptima del Prólogo, y ya recuerda nuestro autor a “vuestra merced” el dicho atribuido a Plinius Senior: “no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena”…
Pero de nada de lo que lleva escrito quería, el que ahora aquí escribe, escribir. Así que dejo las teclas y me pongo a tareas más serias, o más neceserias. Aunque, si se me permite, primero recapitulo: Mirar, leer, escribir; o, en los términos del hambriento niño Lázaro: conseguir comida, comer, compartir el condumio.
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