Hubo una vez un maestro de escritores
de los de mente en luz y corazón en llamas,
al que tanto varones como damas
iban a titularse de calamidoctores.
“Ante todo –enseñaba–, olvidad los primores
del oficio. No os andéis por las ramas.
Al pan, pan. Vino al vino. Y de las famas
huid a los desérticos rigores”.
Y acabada la clase de teoría,
daba para la práctica cuadernos:
unas marmóreas losas de sepulcro
en las que más de un nombre no cabía
casi nada: dos fechas, dos dichos casi eternos.
Y aún mandaba el maestro: “¡El trazo firme y pulcro!”
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