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Literapia

Los enfermos, que somos todos, nos dividimos en dos categorías: enfermos leves y enfermos graves.

Enfermos leves, entre los cuales me cuento, somos los que no vamos al médico. Enfermos graves, entre los cuales posiblemente algún día me contaré, son los que no van al médico, sino que los llevan. Y no hay más grupos humanos. Serán grupos, sí, pero serán de otra especie.

A los enfermos graves los matan en los hospitales, después de hacerles el paripé de sí pero tal vez pero no. En el futuro la abundancia de longevos obligará al poder hospitalario a ser más expedito: “Diagnóstico: esta noche lo hacemos jabón”.

Los enfermos leves nos automedicamos:

a)    Con aspirinas (de marca o de mercadillo: todas son buenas).

b)    Con otros fármacos más espirituales: fútbol, sexo, bailes de salón…

c)     Con vino (ojo con mezclarle gaseosa, que los gases dañan la atmósfera interior y exterior). Dicen que el primer hombre que confió en los poderes terapéuticos del vino fue Noé, el patriarca por antonomasia. Noé salvó el vino de la putrefacción de las aguas del diluvio. Y Dios lo bendijo, porque el vino le hacía falta para convertirlo en la sangre de su hijo. Y dicen que Julio César Imperator ratificó al patriarca Noé cuando afirmó: “Vinum bibi et vici” (bebí vino y vencí).

d)    Con otros medicamentos poco difundidos todavía, pero que se están extendiendo en plan imparable, como las hormigas por mi casa: Internetina, Bloguina, Messengertina, Facebookina.

e)    Algunos practicamos la literapia. Pasiva: nos inyectamos intramuscularmente una obra maestra de la literatura. Activa: artis opusculum scribimus; comenzándolo siempre con la siguiente oración: “Ars, utinam meam dexteram regere posses”. Los zurdos no dicen dexteram, sino sinistram.

Y no hay más… ¡Salud, compañeros!

Luna de Recanati

Escribe Giacomo Leopardi

(y traduce Eloy Sánchez Rosillo):

¿Qué haces, luna, en el cielo? Dime, ¿qué haces,

Oh silenciosa luna?

Surges de noche, vagas

Viendo desiertos, y después te ocultas.

¿No estás cansada

De recorrer la eterna senda siempre?

¿Aún no sientes hastío, aún te contentas

De mirar estos valles?

“Canto de un pastor errante de Asia”. 1829.

Escribe Sánchez Rosillo:

Recuerdo que, ya bastante tarde, antes de irme a la cama, salí del hotel a pasear de nuevo: el pueblo todo dormía a esa hora bajo la luz protectora de la luna, y la estatua de Leopardi que hay sobre un pedestal en la plaza central de Recanati se recortaba con nitidez en la quietud argentada de aquella noche que parecía antigua, como del siglo XIX, una de aquellas maravillosas noches de plenilunio que perennemente fulguran en las páginas de los Cantos.

Introducción a la Antología poética de G. Leopardi.

Edición y traducción de E.S.R. 1998.

Escribe Andrés Trapiello:

Cenamos y salimos a hacer el último paseo por el pueblo.

Ya era noche cerrada. No había una sola alma por las calles, pese a que todavía no habían dado las once. La luna grande y poderosa había subido a lo más alto del cielo y parecía haberse detenido allí para que la viésemos en todo su esplendor. Alrededor de ella se había formado su halón [sic] resplandeciente, corona aún más reflectante, como esos pavos vanidosos que hacen la rueda en cuanto se percatan de que tienen espectadores.

Llegamos a la plaza Mayor. El pobre Leopardi, tan monumental, soportaba sobre sus hombros aquel astro frío que tantas veces fue testigo de su sufrimiento.

“Recanati. El huerto de la memoria”

En Mar sin orilla. 2002.

Coches de familia

La historia de cualquier familia española de clase media entre los últimos años sesenta y la actualidad, es decir, la historia de las cuatro últimas décadas, se podría contar tomando como eje de la narración la sucesión de automóviles de que esa familia ha ido disponiendo.

A mí el primer coche (y el acceso a la clase media) me llegó a través del matrimonio: a los treinta y tres años. Aquel coche era un Golf; y en él no ocupé el asiento del piloto mientras no hubo necesidad. Ésta se presentó dos años después, coincidiendo con el nacimiento de nuestra primogénita.

El Golf ardió en Estepa, en las primeras horas de la mañana de un lunes de la primavera del 88. Acababa de llegar yo, solo, a mi casa, alquilada,  a dejar mi equipaje (mi mujer trabajaba a la sazón en Zafarraya y no necesitaba coche) para irme al instituto. Y alguien llamó a la puerta para decirme que el Golf estaba echando humo. Echó un montón de humo… y se convirtió en chatarra carbonizada. Yo estoy totalmente seguro de que no fue un atentado terrorista perpetrado por uno de mis alumnos, sino un accidente iniciado en algún componente electrónico averiado. Rip el Golf.

Llegó a la casa otro coche, que nos duró diez años. Y a continuación llegó el que tenemos ahora, que ya tiene once años y medio y mucha historia familiar. Aunque anda bien, algunos síntomas de cansancio va dejándonos ver.

Si decidimos desprendernos de él para comprarnos uno nuevo, presumiblemente más seguro en carretera, la empresa automovilística vendedora, que se quedará con el que ahora es nuestro coche, le dará este destino: chatarrearlo (verbo que oí por primera vez hace pocos días y… sí: viene recogido en el DRAE). O sea, que esto es lo que hacemos con los coches: primero arrearlos y después chatarrearlos. Lo mismo que la vida nos hace a nosotros.