Yavé, el Dios del Antiguo Testamento, dio a Salomón, al rey Salomón, la oportunidad de pedirle un regalo. Y Salomón le pidió… sabiduría, para gobernar con justicia a su pueblo. Y aquella petición agradó a Yavé.
A mí se me ocurre que la sabiduría es el fruto de la inteligencia humana. Un fruto que, como todos los frutos buenos, requiere un cultivo, una dedicación, un esfuerzo, unos cuidados.
Ahora mismo yo diría –no sé lo que diría yo mañana—que la inteligencia, para lograr el fruto de la sabiduría, tiene que contar con el trabajo de dos peones insustituibles: afán de verdad y humildad.
El primer peón impide que se dé por buena la verdad que es aceptada, e incluso pregonada, por muchos. La inteligencia tiene que mandar a su afán de verdad a indagar y comprobar esa presunta verdad. En caso contrario se cae en el riesgo inminente de comulgar con prejuicios, sean estos del tamaño de una rueda de molino o de una coquina.
El otro peón, decíamos, es la humildad. Y bien, comenzaremos recordando que, etimológicamente, humildad (cualidad esencial del humano) significa apego a la tierra. La inteligencia no convierte a los hombres en águilas, no les cambia su naturaleza. Ergo “llaneza, muchacho, no te encumbres”, que si te caes, te vas a dar un tortazo muy grande. Ande la inteligencia (y si circunstancialmente se para, no se duerma) con los pies sobre la tierra, y con su afán de verdad, como el ciego con su bastón, se cerciore de lo que tiene delante y a los lados. Lo que tiene detrás, lógicamente, ya está verificado.
La inteligencia, trabajando con humildad y afán de verdad, irá obteniendo el fruto de la sabiduría, que es un fruto difícil. Por eso, y tal vez también porque no lo hemos pedido a los dioses con la suficiente constancia, después de tantas generaciones de hombres sobre la tierra, las cosechas de sabiduría siguen siendo tan escasas.
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