Esta mañana he estado en el oculista. Después de tenerme sentado un buen rato en la silla de los aparatos, inclina la cabeza para acá, gira el cuello para allá, me ha dado hora para que vuelva el viernes en ayunas; que después de escrutarme la cara con sus máquinas infalibles, no me ha encontrado los ojos.
He bajado melancólicamente las escaleras (son más anchas que el llamador del ascensor) y me he echado a la acera. Con razón, me voy diciendo, en la calle no veo más que bultos; no me rijo por los nombres de las calles, sino por los vientos, como un can o un velero; por el tacto, como un beodo o un invidente; por el oído, como un contumaz analfabeto.
De todas formas me planteo la duda de acudir, o no acudir, a la cita del viernes. Creo que mis ojos no se esconden, sino que yo los escondo porque no quiero ver; porque ver es media verdad; porque ver es mentira.
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