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Coches de familia

La historia de cualquier familia española de clase media entre los últimos años sesenta y la actualidad, es decir, la historia de las cuatro últimas décadas, se podría contar tomando como eje de la narración la sucesión de automóviles de que esa familia ha ido disponiendo.

A mí el primer coche (y el acceso a la clase media) me llegó a través del matrimonio: a los treinta y tres años. Aquel coche era un Golf; y en él no ocupé el asiento del piloto mientras no hubo necesidad. Ésta se presentó dos años después, coincidiendo con el nacimiento de nuestra primogénita.

El Golf ardió en Estepa, en las primeras horas de la mañana de un lunes de la primavera del 88. Acababa de llegar yo, solo, a mi casa, alquilada,  a dejar mi equipaje (mi mujer trabajaba a la sazón en Zafarraya y no necesitaba coche) para irme al instituto. Y alguien llamó a la puerta para decirme que el Golf estaba echando humo. Echó un montón de humo… y se convirtió en chatarra carbonizada. Yo estoy totalmente seguro de que no fue un atentado terrorista perpetrado por uno de mis alumnos, sino un accidente iniciado en algún componente electrónico averiado. Rip el Golf.

Llegó a la casa otro coche, que nos duró diez años. Y a continuación llegó el que tenemos ahora, que ya tiene once años y medio y mucha historia familiar. Aunque anda bien, algunos síntomas de cansancio va dejándonos ver.

Si decidimos desprendernos de él para comprarnos uno nuevo, presumiblemente más seguro en carretera, la empresa automovilística vendedora, que se quedará con el que ahora es nuestro coche, le dará este destino: chatarrearlo (verbo que oí por primera vez hace pocos días y… sí: viene recogido en el DRAE). O sea, que esto es lo que hacemos con los coches: primero arrearlos y después chatarrearlos. Lo mismo que la vida nos hace a nosotros.