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Historia de mi ateísmo

Aquí contaba un servidor, hace bien poco, la historia de aquel día, especial, de la partida al seminario. Doce años tenía… Y fui un seminarista devoto y convencido de mi vocación sacerdotal hasta mi crisis de adolescente: hasta los dieciséis.

Acudí a don Ángel; que en paz descanse: acababa yo de convertirlo en personaje de minicuento en De Gójar a Cuevas cuando falleció. Insisto: Dios, en quien no creo, lo tenga en su Gloria.

Acudí a don Ángel; y le confesé que quería dejar el seminario; ver la vida desde otro ángulo, desde otra perspectiva. Él me contestó: “Adelante. Salte”.

Y dejé el seminario; ya digo: a un trimestre de cumplir los diecisiete. ¿Y qué pasó después?

Pasó que en pocos meses, como esos animales que evolucionan por fases metamórficas, se me cayó el caparazón de la fe. Y me quedé desnudo, como el loco de Khalil Gibran sin sus máscaras.

Me sentí libre. Y repleto de rencor hacia mis maestros, los curas que me habían educado. Aun así, echaba de menos a mi familia del seminario. A través de un amigo y compañero, Javier Quiles, les mandé el mensaje de que quería volver al seminario, ser seminarista ateo. Como podéis imaginar, la repuesta fue una negación sin paliativos.

Luego el rencor se fue pasando; y sólo me quedó la gratitud.

Nunca había sido maltratado. Mi queja no era ésa: era que no me habían querido más, a pesar de que su mandamiento máximo era el amor.

Hoy los entiendo: nadie da lo que no tiene. Y los acepto en mi corazón como hermanos.

Hoy mi ateísmo es ampliamente comprensivo respecto a los creyentes; pues veo que los ateos somos los que más buscamos esa chispa de eternidad que encienda nuestras vidas; que nos entusiasme: para decirlo con esa palabra, el entusiasmo, que ya he comentado alguna vez en este blog; esa palabra opuesta al derrumbe fatal que nos arruina.