En la pasada madrugada, más o menos a las cuatro, me levanté a orinar. En el baño, ¡en mi cuarto de baño!, un bicho del tamaño de una mosca, pero sin alas, andaba asendereado corriendo como un loco: del váter al bidé, del lavabo a la ducha, de la puerta al lavabo… Lo aplasté sin compasión. Le eché encima una buena parte de mis noventa y cinco quilos y lo convertí en una escueta mancha negra sobre el esmalte claro de las baldosas. ¡Quién le había mandado invadir mi baño!
Pues bien… así me he pasado mi vida entera, asesinando seres semejantes a mí: seres que sentían hambre, anhelo sexual, miedo por los peligros de sus hijos, recelo ante la pujanza invasora de los vecinos, alegría en los fugaces triunfos.
Recuerdo, con la misma nitidez que lo ocurrido en el baño esta madrugada, cierto paseo por los parajes de la Acequia Baja de mi pueblo; cierto paseo de hace cincuenta años. En un olivo viejo y grande había, lo vi desde la hijuela que pasaba por debajo, un minúsculo nido, mucho más pequeño que los que construyen los gorriones. No me tomé la molestia de trepar hasta aquella copa y echar un vistazo a sus ocupantes. Saqué mi tirachinas, mi gomero certero, y disparé. El impacto del proyectil en la base de la encumbrada cabaña hizo saltar a un guacharro recién salido del cascarón; un guacharro de piel desnuda y del tamaño de mi dedo meñique de entonces. Cayó, peso muerto, y se medio hincó en el barro del borde de la hijuela. Me agaché para verlo boquear en su agonía. Y luego, con mi mano inocente de ocho años, lo acabé de enterrar en el barro.
Cincuenta años aniquilando inocentes… Soy un maldito asesino. ¿Tú no?
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