Don Eduardo Duro Estepa fue médico de mi pueblo durante… a saber cuánto tiempo: medio siglo tal vez. Pero en mi pueblo no ha quedado ninguna huella urbanística, civil, de su nombre: ni una placa, ni el nombre de una calle… Nada.
Es que mi pueblo es un pueblo típico, o sea, ingrato.
Ahora, hace pocas semanas, ha muerto don Ángel Peinado Peinado, que fue párroco en nuestro pago durante un cuarto de siglo, y que, a pesar de sus manías y de sus paranoias, hizo todo el bien que pudo a jóvenes, medianos y viejos. Pero ya está tan olvidado como el médico don Eduardo.
A éste, a don Eduardo, algunos de mis paisanos lo llamaban, ¡qué gracia!, Don Guarro. Cuando era uno de los poquísimos hombres que transitaban por el pueblo oliendo a limpio: no a mugre, a cuadra y a sudor.
El sudor del trabajo dignifica: lo sabemos. Pero dignifica mas cuando se lava la piel que lo ha emitido. No presumamos de trabajadores: seámoslo; y punto.
Y pasemos ya a la tercera parte de nuestro escrito de hoy: la referente a mis cicatrices de juventud. La primera, en la frente, a los cuatro o cinco años; la segunda, bajo el tobillo izquierdo, a los catorce; la tercera, en la ingle derecha, a los diecisiete. En la primera y en la tercera don Eduardo realizó un trabajo impecable. La segunda, la de bajo el tobillo, no me la curó don Eduardo: era pleno verano, y debía de estar de vacaciones. Me la curó otro médico, un sustituto, supongo, que hizo una labor no menos fina.
Don Ángel Peinado, el párroco, no me curó ninguna herida corporal; pero me inició en el saber acerca del espíritu: de su existencia, de sus virtudes, y de sus dolencias. Antes de su llegada y de sus enseñanzas, yo sólo tenía cuerpo, como el chancho que hozaba y gruñía detrás del corral, allá en la cochinera.
Gracias a don Eduardo y gracias a don Ángel.
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