Quiero dar la idea de un divertimento inocente. ¡Hay tan pocos entretenimientos que no sean culpables!
Cuando salgáis por la mañana con la decidida intención de callejear por las grandes avenidas, llenaos los bolsillos de pequeños inventos sin valor –como el polichinela anodino movido por un solo hilo, los herreros que golpean el yunque, el jinete y su caballo cuya cola es un silbato–, y regaládselos a los niños desconocidos y pobres que os encontréis a la puerta de las tabernas, al pie de los árboles. Veréis cómo sus ojos se abren desmesuradamente. Al principio no se atreverán a cogerlos, dudarán de su ventura. Luego, sus manos agarrarán vivamente el regalo y huirán como hacen los gatos que se alejan de vosotros para comer el trozo que les habéis dado, ya que han aprendido a desconfiar del hombre.
En una carretera, detrás de un amplio jardín, a cuyo extremo aparecía la blancura de un hermoso castillo herido por el sol, se hallaba un niño guapo y lozano, vestido con uno de esos trajes de campo tan llenos de coquetería.
El lujo, la despreocupación y el espectáculo habitual de la riqueza vuelven a esos niños tan guapos que se los creería hechos de otra pasta que los hijos de la mediocridad o de la pobreza.
A su lado, yacía en la hierba un juguete espléndido, tan lozano como su dueño, barnizado, dorado, vestido con un traje púrpura y cubierto de penachos y abalorios. Pero el niño hacía caso omiso de su juguete favorito; he aquí lo que miraba:
Al otro lado de la verja, en la carretera, entre los cardos y las ortigas, había otro niño, sucio, enclenque, fuliginoso, uno de eso chiquillos-parias cuya belleza podría ser descubierta por unos ojos imparciales si, como los ojos del entendido adivinan una pintura ideal bajo un barniz de carrocero, lo limpiaran de la repugnante pátina de la miseria.
A través de los barrotes simbólicos que separan dos mundos, la gran carretera y el castillo, el niño pobre mostraba al niño rico su propio juguete, que éste examinaba con avidez como un objeto raro y desconocido. Pues bien, este juguete, que el pequeño harapiento hostigaba, agitaba y sacudía en una jaula, era un ratón vivo. Los padres, sin duda por economía, habían tomado el juguete de la vida misma.
Y los dos niños se reían entre sí fraternalmente, con dientes de igual blancura.
Charles Baudelaire, El spleen de París
Edición y traducción de Manuel Neila
EDICIONES ESPUELA DE PLATA. Sevilla, 2009
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