El tiempo de la felicidad siempre vuela veloz como el viento de levante en esta tierra. Es el tiempo del dolor el que se mueve con la lentitud de las babosas. E incluso ese tiempo desesperantemente lento y largo del sufrimiento, una vez transcurrido, nos parece un instante.
Todo en la vida requiere su descanso: la madre que amamanta a su criatura, la tierra en que las plantas enraízan, los amantes extasiados en el gozo, el dulce caldo que obtenemos de las uvas, los bizcochos cuando salen del horno, los estudiantes que han pasado seis horas en la bullanga de la academia…
Sólo el tiempo reniega del reposo; ese tiempo tenaz y arrasador que aniquila a los hombres, demuele templos, estatuas y palacios, allana las montañas, remueve continentes, océanos y estrellas.
Y un soplo de ese tiempo imparable me ha traído hasta aquí, desde aquel día en que cumplí los once años y fue el día más largo de mi vida, porque lo pasé segando veza en los secanos de Macairena, integrado en una cuadrilla de unos veinte segadores, entre hombres, mujeres y niños como yo.
El capataz de la cuadrilla y del cortijo era Roque el de Regorio, alias Macario, mi amigo Roque, un querido vecino, otro trabajador.
Un soplo de ese tiempo sin tregua me ha traído hasta aquí, desde aquel día; hasta esta orilla en que casi hago pie, en que casi toco… ese tiempo en que el paso del tiempo ya no importa.
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