Ayer, mientras mi reposado paseo urbano, una mujer de mediana edad me rebasó, en la acera sin gente, andando bien deprisa. Y ya por delante de mí, dejó también atrás a una pareja de jóvenes, digamos de diecisiete, que estaban sentados sobre algún saliente del muro que les servía de diván o de pedestal.
Cuando ya la señora se había alejado de ellos una decena de metros, el chico comenzó a gritar, si no a gritarle: ¡MAEEESTRAAA! Cada vez que el muchacho berreaba, la chica le propinaba un sopapo, que no conseguía hacerle daño ni disuadirlo de sus gruñidos.
Imaginé la escena previa (otras veces he sido yo el destinatario de los estúpidos gritos); la chica le dice al chico: “Aquella que viene por allí es mi profesora de Matemáticas”. Y eso da pie a que el hombrecito gaste esa broma a la chica, que puede ser su hermana, su vecina, o la joven con la que busca ligoteo.
A mí la escena me recuerda otra escena de la Andalucía profunda del pleno franquismo: la escena de cuando, siendo yo un crío, los mayores nos convencían de que debíamos gritarles ¡cagones! a los forasteros que pasaban por la carretera (andando, claro) el día 14 de agosto, para dormir en las riberas del Dílar, y rendir al día siguiente devoción religiosa a la imagen de la Virgen de las Nieves, sacada de la ermita en procesión.
Escribo esto aquí hoy para dar una idea de cómo son nuestros chicos de la ESO andaluza, salvas todas las excepciones que ustedes quieran o que yo quiera: son paletos además de ignorantes.
Ahora, por unos días, los profesores de algunas asignaturas –las de primera categoría, que son las que hay que evaluar, entre las que no se encuentra, por ejemplo, el Inglés—andamos de menestrales de las llamadas Pruebas de Diagnóstico, preparadas con secretismo y presentadas con toda pompa por Nuestra Madre la Junta. Las pruebas que los profesores les hacemos a estos alumnos continuamente, el trato que tenemos con ellos a diario, la convivencia en aulas y pasillos, no valen para un diagnóstico fiable. Por ello ahora aparece la Mano Santa de la Madre con su Prueba.
Cuando pienso –o sea, un día y otro día—en nuestros jerarcas de la cosa educativa, siempre se me viene a las mientes la frase con la que el escritor y académico Pérez-Reverte concluía uno de sus corsos: “Habría que ahorcarlos”.
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