Los niños de 1º de la ESO –doce años– se distraen en la clase con cualquier nimiedad. Normal… Y además, cosa de los tiempos de ahora, no pretenden disimularlo.
Dar clase en 1º de la ESO es… como romper parva (los que saben del campo me comprenden; los que no, les pueden preguntar a los que saben), como coger espárragos en un pincharral (señores académicos, dejen de sestear y pongan en su diccionario un pincharral).
Pero, si el trabajo de los profesores no cunde, hay que ver cómo cunde el trabajo del tiempo… Días ha habido en abril en los que yo he pensado que me las había con adultos. Pero después vino mayo… ¡Qué traicionero es mayo! Y si no, que se lo pregunten al prisionero del romance: “¡Que por mayo era, por mayo…!”
En mayo los muchachos de 1º de ESO ven que el curso se termina, que se acaban las clases de taekwondo, de tenis, de waterpolo; y, si no se ganan los torneos, al menos hay que perder con dignidad.
Sin embargo las niñas… ¡Ay estas niñas de 1º de ESO, cuando llega mayo y les despierta el corazón! Las inocentes inquietudes se convierten en languideces de mocitas… Y de los cincuenta y cinco minutos que dura –¡qué dura!—una clase corriente, cuarenta y nueve los pasan muriendo lentamente, y esperando el timbre de la resurrección. Cuando éste por fin repica, corren a derrengarse y derretirse en los flamantes e inflamados pectorales del amado de 2º de ESO. De esa ESO a la que, en mayo, ha dejado de faltarle la B.
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