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El narrador Muñoz Molina

A Esther Horno, querida compañera de fatigas

Si yo tuviera que destacar una cualidad del escritor Muñoz Molina, sin duda resaltaría su honradez, su integridad moral, su decidida actitud de buscar la verdad y defenderla. Y, como consecuencia de tal actitud, otra: su entrega al trabajo, su menosprecio de las alharacas del éxito, y de las comidillas de los envidiosos o resentidos, y su dedicación al oficio. Por eso encontraba muy apropiado que su esposa, la escritora Elvira Lindo, en aquella serie de columnas en El País, aludiera de vez en cuando a él como “mi santo”. Efectivamente, de más santos como él andamos necesitados.

Comento lo anterior a raíz de un aspecto de su última novela, La noche de los tiempos. Cuando leí la entrevista que le hacían –otra vez en El País—con ocasión de su lanzamiento, el entrevistador auguraba que la aparición de ciertos personajes históricos de la izquierda como Alberti o Bergamín iba a levantar algunas ampollas. No voy ahora a releer la entrevista para copiar literalmente. Y me da igual lo que levante la novela en nuestra izquierda oficial (la que gobierna o la que renquea parejas con el Gobierno): ampollas, contusiones, abrasiones, quemaduras, punciones. Tengo la impresión de que los cabecillas culturales del tinglado lo manejan bien, el tinglado, y sabrán que ahora no toca volver el aguijón contra el escritor, sino ningunearlo, en espera de mejor oportunidad. Y que no se la dé Muñoz Molina, porque no dudarán en lanzarse a su femoral. Claro que, aun no dándosela, corre peligro; porque bastará una apariencia de oportunidad.

Y hasta aquí la introducción de esta entrada, valga –o no valga—la rebuznancia. Y como la introducción se ha extendido y convertido en preámbulo, el tema central se tendrá que contraer y reducir al tamaño de un hueso de aceituna, si no quiero que mis tres lectores menos cuarto se impacienten.

El aspecto al que me refería es el del narrador en la novela. No es éste un narrador externo y omnisciente, ni un narrador testigo, ni un narrador documentado, sino, como decimos en el título, es el mismo Muñoz Molina; sin nombre, es verdad –ya aparece en portada–, pero sí con su primera persona desde el principio hasta el final.

¿Y qué tiene esto que ver con la destacada honradez de nuestro hombre? Pues sí que tiene… Es como si, con este modo de contar, el narrador afirmara: “Aquí no hay más historia que la que yo construyo. Y lo mismo que mi padre (se lo presenté a ustedes en El viento de la luna) hubiera dicho ‘Yo soy el honrado labrador de este campo de hortalizas’, yo digo que soy el honrado narrador de esta historia. Yo la he trabajado, la he imaginado, la he levantado, la he escrito; porque me lo curro, porque tengo este don. E inicio mi historia por donde quiero, y digo “yo no sé ya imaginar” («ya yo no soy don Quijote») cuando considero que he llegado al final”.

Terminamos, pues, con dos citas: una del estricto comienzo y otra del estricto final (este narrador-autor va apareciendo intermitentemente a lo largo de la obra, pero no es el momento ni el lugar de más citas ni de más estudio: doctores tienen Las Letras).

Del comienzo:

En medio del tumulto de la estación de Pennsylvania Ignacio Abel se ha detenido al oír que alguien lo llamaba por su nombre. Lo veo primero de lejos, entre la multitud de la hora punta, una figura masculina idéntica a las otras […].

Lo he visto cada vez con más claridad, surgido de ninguna parte, viniendo de la nada, nacido de un fogonazo de la imaginación […].

El final:

[…] un mañana inmediato que ella no vislumbra y yo no sé ya imaginar, su porvenir ignorado y perdido en la gran noche de los tiempos.

Quince de Mayo

No entiendo a la gente que anda continuamente necesitada de cambiar de ambiente, de amigos, de familia, de aficiones, de país. Porque se cansan, porque se aburren.

Como si el ambiente, los amigos, la familia, las aficiones y el país no anduvieran en permanente cambio. Te descuidas un poco, unas cuantas semanas, y el amigo o el cuñado de negra pelambrera ya está cano, o se ha jubilado, o se ha puesto rico, o tiene dos nietos. O el campo de tu vecindad al que viste ayer cubriendo sus vergonzantes desnudeces de ralos arbustos y boñigas, hoy es un prado donde no caben más flores, en el que trisca un ternerito como de juguete, que se te queda mirando fijamente con sus grandes ojos, mientras te deja mirar, y casi acariciar, los dos chichones simétricos de lo alto de su cabeza, donde están a punto de apuntarle los cuernos como los dos primeros dientes en las encías de un bebé.

Después de todo un curso de abandono, hoy sábado, día de San Isidro (un santo por el que mi padre, destripaterrones de oficio, sentía tanta estima), llevando a mi bici de la brida, he cruzado el prado por el que llego hasta la playa para el baño matutino y solitario. Un prado ahora tapizado de hierba tan florida, tan clamorosamente bello, que los tubos de mi bici, mi Bikika de siempre, han comenzado a emitir “allegro con brio” los acordes de la Primera de Beethoven. Y de la playa no digo nada… Arena nueva, marea baja, agua limpia, brisa fresca…

¿Por qué la gente, después de buscar acomodo en la vida con tantos trabajos, anda siempre hastiándose, cansándose, despreciando lo que con tantos trabajos consiguió?

Otra palabra cadabra

Otra más, otra palabra más, han aupado nuestros gobernantes de ”la cosa educativa” (que diría González Romano), a los altares de la Divina Progresía: el adjetivo inclusivo. ¿Comentamos un poco su significado?

El origen etimológico está en el verbo claudo: cerrar. Así la clavis, la llave, es el instrumento que cierra.

El verbo incluir, de donde sale el adjetivo inclusivo, tiene varios hermanos con los que comparte la base léxica, y de los que se diferencia por el prefijo: excluir, ocluir, recluir…

A la hora del reparto de las cosas buenas de la vida, todos queremos ser incluidos; pero si no podemos quedar excluidos de las malas, entonces nos consideramos recluidos en un mal rollo, en un mal corral, o sea, reclusos.

En el vigente sistema educativo español (ni es vigente, ni es sistema, ni es educativo: sólo es español), todos los niños y niñas tienen que estar incluidos, obligatoriamente, y eso está bien, desde el comienzo de la educación primaria hasta el final de la secundaria obligatoria, hasta los dieciséis. Está bien, insistimos, hay que reconocerlo. ¡Todos incluidos desde lo seis a los dieciséis! O incluso, si fuere posible, es decir costeable, desde los tres a los diecisiete: catorce años de vida escolar para cada quisque. ¡Todos incluidos! Pero sin demagogias…

La maestra que tiene a su cargo veinticinco criaturitas de tres años, en cuanto uno de ellos se hace caca, como ella no puede desdoblarse, o deja excluidos de su atención a los veinticuatro o al poverello que se ha ensuciado. Si en una clase de Matemáticas, de 2º o de 3º de ESO, hay dos o tres (o doce o trece) falsos alumnos, porque no lo son de esa clase, que, para no aburrirse, se dedican a impedir que los demás tengan una clase normal, habrá que pensar, no que esos muchachos están incluidos, sino que están excluidos del aula, del taller, o del espacio educativo que realmente les corresponde.

Invito a ustedes, amigos interesados en el tema de la educación, a poner algún otro ejemplo que demuestre que una aparente inclusión, no es sino una exclusión: los hay a miles.

De modo que… ¡todos incluidos en el sistema educativo! Pero, una vez dentro de ese sistema educativo, cada uno en el ámbito que le corresponde. A no ser que queramos hacer de cada centro público de educación lo que, en tiempos pretéritos, era una inclusa: una “casa en donde se recogía y criaba a los niños abandonados por sus padres”.