• Páginas

  • Archivos

  • octubre 2010
    L M X J V S D
     123
    45678910
    11121314151617
    18192021222324
    25262728293031

Cómo se hunde un hombre

[…]

–Tres o cuatro días bastan para hacer de un burgués relativo un vagabundo, el tiempo que tarda en ensuciársele a uno la camisa, ajársele la tirilla, llenársele de barro las botas y crecerle la barba y el pelo. Si en ese breve plazo no encuentra el hombre quien lo salve, está perdido. Porque ya con esa facha, que le da al más pulcro burgués una catadura siniestra de facineroso –añada usted los ojos enrojecidos de no dormir, legañosos y bizqueantes-, no tiene ya el individuo caído lugar adonde presentarse a pedir ayuda. No puede acercarse a ninguna puerta, a aquella donde quizá está el amigo o el protector, capaz de tenderle una mano, porque de todas las puertas lo echan los porteros como a un perro sarnoso. Salen de sus garitas como fieras. Se le interponen en el camino, se lo cierran con el cuerpo. “¿Adónde va usted? Fuera, me va usted a manchar la alfombra.” No quieren creer que el vagabundo vaya a ver a don Fulano, que tenga tal amigo y que tal amigo se aviniese a recibirlo. Lo echan de allí con malos modos: “Aguárdelo usted en la calle…, pero aquí no.” Y el desdichado tiene que rondar la casa a la intemperie, con el frío que le hace tiritar, con la lluvia que le cala los huesos y la ropa y lo pone todavía más impresentable… Y no ve llegar al amigo; y si lo ve llegar, no se atreve ya a abordarlo, porque él mismo se inspira repugnancia y siente todo lo innoble y repelente de su estado… La gente se interesa por el individuo que conserva todavía restos de su bienestar anterior, pero por un golfante sólo siente asco y desprecio… Es una estampa que le revuelve el estómago… Si por caso raro se ablanda, le dará la primera vez un duro, la segunda dos pesetas, la tercera unas perras y la cuarta nada. Al individuo sólo le queda el recurso de ir a comer un poco de bazofia en un comedor de caridad  y a dormir al Refugio, donde en una noche se llena de piojos… Y ya, con piojos bulléndole bajo la ropa ajada, sucia, maloliente, nuestro hombre, nuestro ex hombre, ya está fuera del trato social. Ya está hecho un golfo, y sólo puede tratase con golfos, que tienen piojos como él y visten andrajos. Ya es un golfo o, peor aún, un golfante. De ellos será de quienes pueda esperar algún favor, que le indiquen los comedores públicos donde la bazofia es menos mala o más abundante, los burgueses caritativos que regalan a los vagabundos las ropas que desechan, el arte de aletargar a los parásitos contrayendo el cuerpo y teniéndolos así oprimidos; en fin, las mil maturrangas de la clásica picaresca. Y empezará a rodar por asilos de noche y comisarías, y pasará quincenas, y sufrirá empellones de los guardias, y sofiones de todo el mundo, se verá mezclado a pesar suyo con carteristas, grifas y maleantes de toda índole, que serán sus únicos amigos… Ha caído en un hoyo del que ya no saldrá nunca. Podrá tener días relativamente felices, en que comerá, beberá y dormirá bien a pesar de sus liendres. Pero siempre ya en el hoyo. ¿Entiende usted? Tres días de no dormir en cama ni mudarse de ropa bastan para hacer de una persona decente, de un caballero al que todo el mundo saluda y respeta, un indecente golfo irredimible. […]

 

Rafael Cansinos Assens, La novela de un literato. (Hombres, ideas, escenas, efemérides, anécdotas…) Vol 2. [1914-1921]. Págs. 416-417.

Alianza Editorial. Madrid, 2005.

Oración

Señor, si llego a ver una señal que indique

con claridad que el fin es inminente,

te haré una petición, un ruego vehemente;

espero no te escueza ni te pique:

 

“Déjame con mi cuerpo, y a esa mi alma di que

nunca la quise: fue tan sólo carga ingente

que me aplastó y hundió continuamente.

Quédatela y que no te perjudique.

 

Mientras yo, con mi cuerpo, me reintegro a la Tierra.

Ella fue hermosa madre; y yo fui lindo hijo.

Ella me quiso siempre… Mira cómo se aferra

a este cuerpo yacente, de su entraña retoño;

mira cómo, buen hijo, en ella me cobijo,

abrigado en las hojas caídas del otoño.”

Así vamos

Ha amanecido hermosa la mañana. De sábado, para más señas. Cuando estoy a punto de salir, Marga me llama para que contemple la salida del sol desde el cuarto de nuestra hija Alma (que a estas horas, seguramente, habrá llegado al aeropuerto de Manchester, para volver a esta casa y contemplar, probablemente no mañana porque estará muy cansada, la salida del sol desde su habitación).

Ha tocado paseo urbano: buscaba una farmacia de guardia para reponer algunos elementos del botiquín.

Y si el primer cuarto de hora ha sido de plena euforia, de dejarme inundar por el aire fresco matutino, tan suave que da gusto caminar, mediado octubre, en manga corta, después ha predominado la pena que produce ver el abandono de las calles. He transitado entera una avenida enteramente nueva en su tramo más largo: en sus aceras y alcorques (la mitad de los árboles secos) campan la maleza, la basura y las mierdas de perro.

Cómo no acordarme, ya cerca de la farmacia a la que me dirigía, de que, hace aproximadamente veinte años, dirigiéndome a esa misma farmacia a través de un descampado que después se ha ido llenando de bloques de viviendas, salté sobre un obstáculo y mi pie derecho se posó sobre unos clavos oxidados que atravesaban unas tablas, y atravesaron la suela de mi zapato y se clavaron en mi planta. Me puse la antitetánica, y no hubo infección, a pesar de la mugre, y de que las ratas por allí pululaban y copulaban sin pudor.

Con mi bolsa de farmacia en la mano, he ido completando mi circuito. La mañana sigue hermosa; y la vista del mar, una delicia. Y nada más llegar yo a casa, ha llamado a la puerta el panadero, con su jovialidad de siempre. Y unos minutos después, el profesor de inglés, con su jovialidad de siempre. Y aquí estamos…