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Gwendoline

Dicen que el hombre es una animal de costumbres; y yo debo de ser muy animal, porque soy muy de costumbres. Me encanta seguir mis tradiciones personales, mis costumbres inmemoriales (quiero decir, no que no tengo memoria de su comienzo, sino que las tengo bien grabadas en la memoria); y me encanta también encontrar en mi vida alguna novedad tan seductora que, sin que yo sea dueño de mí, me atrape en una nueva e irrenunciable costumbre.

El último trabajo que tuve antes del que tengo ahora, en el que acabo de cumplir el cuarto sexenio, fue el de empleado en una empresa de viveros de la Vega de Granada. Trabajé en dicha empresa durante cinco años y medio exactamente. Y, quitando el primer medio año, durante los cinco siguientes al completo, incluidos los sábados, estuve yendo a almorzar a un modesto restaurante de la emblemática calle de Pedro Antonio de Alarcón, que me pillaba muy cerca. Era un bar y restaurante acogedor y familiar: de una familia que se ganó mi afecto en cuanto la conocí un poco. Afecto que no ha disminuido en mi memoria aunque hace muchos años que no he visto a ninguno de sus componentes: los padres, la abuela, las dos hijas, el hijo. Al cocinero, que no era de la familia, apenas lo veía. Y a los dos estudiantes de Medicina que tenían contratados para atender las mesas en las horas punta del almuerzo, los veía a diario: dos chavales atentos y discretos; y, a mi modo de ver, afortunados, ya que, en un par de horas de su tiempo, se sacarían, aparte del almuerzo, unas pesetas –no sé cuántas- que les vendrían muy bien para costearse como estudiantes en Granada.

Durante este último año he estado pasando, con cierta frecuencia, por un camino rural cercano a la parcela que se compró esta familia hace treinta o treinta y cinco años; parcela en la que, con esfuerzo y economía, se construyeron una casa. Me hubiera gustado encontrarme algún día a mis antiguos amigos y restauradores, Antonio y Tele: una pacífica pareja de mayores paseando entre los olivos y las vides. No ha sido así, no he tenido esa suerte. Les dejo aquí mi deseo de que estén viviendo una vejez sosegada, risueña y acariciada por las voces y los besos de los nietos.

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