Uno. Verse obligado a atarse los zapatos en dos sucesivas inmersiones a segundos contados. Primera inmersión, ¡ar! Zapato izquierdo. ¡Emersión, respiración, descansooo! Segunda inmersión, ¡ar! Zapato derecho.
Dos. Tener que arreglarse la ropa nada más salir del coche: porque los pantalones se han bajado, la camiseta se ha subido y la camisa se ha salido de los pantalones. De tal guisa, una joven preñada puede despertar lujurias llameantes y voraces; un grisáceo y agrietado burgués que camina hacia los umbrales de la jubilación –si es que ésta no es ya un espejismo-, sólo puede inspirar palabras similares a las que dice Sancho Panza a su amo cuando éste iba a iniciar la penitencia amorosa en Sierra Morena: “Por amor de Dios, señor mío, que no vea yo en cueros a vuestra merced, que me dará mucha lástima y no podré dejar de llorar, y tengo tal la cabeza, del llanto que anoche hice por el rucio, que no estoy para meterme en nuevos lloros”. Don Quijote, que no tenía panza, tenía a su servicial, solícito y juicioso Panza.
Tres. Verse sólo la punta del pene, y ello con esfuerzo, adelantando y tensando tanto el cuello que se disparan los riesgos: rotura fibrilar, esguince, hernia cervical, tendinitis aguda… Total, para ver asomar una yema sin uña, un apenas apéndice, y pensar melancólicamente: “Con razón siempre he suscitado menos admiración que hilaridad”.
Cuatro. El peor de todos los inconvenientes de tener una grande barriga: lo mucho que tardamos en llenarla… La gente que se digna comer con nosotros se aburre y se levanta de la mesa, por más que pretendemos entretenerla con facecias entre trago y bocado, entre bocado y trago. Y acabamos el ágape solos y ennosmismados, o buscando en la radio alguna música suave y serena en la que ir intercalando nuestros eructos.
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