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Becas en el IES Saladillo

El acto solemne –en sentido literal: se celebra una sola vez al año- tuvo lugar en la tarde de ayer. Y debo decir que asistir me fue grato, más grato incluso que otros años.

Quizá por ello voy a comentar ahora el evento; aunque no en su conjunto, sino solo algunas partes…

 

Las lecturas de Eunice, José Luis y Miriam. Me pareció muy bien que se extendieran cuanto les fue posible en su nómina de agradecimientos; puesto que no han sido pocas las personas, pocos los profesores, de quienes han recibido alguna ayuda en esa etapa, fundamental para ellos, de sus años en el instituto: los años de la secundaria obligatoria y los años de la secundaria postobligatoria. Tengo, eso sí, que reprocharles que no ensayaran suficientemente sus lecturas antes de interpretarlas en escena. La lectura en voz alta, ante un público, tanto como la más genuina oratoria, es, en buena medida, ejercicio de músculos, control de la respiración, cuestión de entrenamiento. También es verdad que no fue de la misma calidad, o falta de calidad, la lectura de los tres. Lo que aprovecho para espolvorear sobre mi felicitación una pizca de ralladura de la manzana de Éride: “Felicito a quien mejor leyó”.

El discurso del Dire. Este año nos ha sorprendido con una hibridación de géneros literarios nada fácil en principio. Para quien no asistió al escolar gaudeamus que comento, me explico. El discurso que el Dire nos leyó era, a la vez, la carta que, esa misma mañana, mientras vigilaba el examen último al que eran sometidos los muchachos, había escrito “a un su amigo” y compañero de pupitre en sus años, ya algo lejanos, de alumno de instituto. Un alarde oratorio este hibridaje, ciertamente. No digo que no se le pueda reprochar que en él renqueara un tanto el principio de verdad suficiente; o sea, que no resultaba creíble que esa misma mañana, al acabar el examen susodicho, hubiese cogido la primera copia de aquella carta, la hubiese metido en un sobre y la hubiese llevado al buzón. Al fin y al cabo, un detalle de poca importancia, que, además, se puede suplir con otro principio, el de cooperación necesaria: el oyente atiende con el mismo interés que si creyera que el discurso es simultáneamente epístola al amigo (también don Quijote sabía que la carta que le había escrito a Dulcinea no la iba a leer Aldonza).

La entrega de diplomas. Aquí, un año más, se pecó de improvisación. Lo cual tiene su lógica, ya que el diploma en sí, lo mismo podría llevar pegado el envoltorio de una tableta de chocolate, o una participación de lotería caducada, o simplemente ir en blanco, o en beige, el trozo enrollado de cartulina que se les entrega a los “nuevos bachilleres”. Entre comillas, sí, porque lo mismo se le entrega a quien ha aprobado todas las asignaturas de 2º de Bachillerato que a quien no ha aprobado ninguna. Esta vez con el inri añadido de que aún no han tenido lugar las sesiones de evaluación, y ninguna de las alumnas –mayoría apabullante de chicas- conoce sus notas definitivas. El caso es que lo importante de esta entrega de diplomas  no son los diplomas, sino la entrega: el subir al escenario a recogerlo, sonriendo a la marabunta de cámaras que inmortalizan el momento. Y para efectuar la entrega del rollito de cartulina, cualesquiera profesores valen. Así que se mete el cazo en la fila del “patio de butacas” que se les ha destinado y se deja caer un puñado de ellos por el escenario: pulularán por allí sin saber dónde ponerse, sin nada que decir al auditorio, sin orden ni concierto, con un atolondramiento que encaja muy bien con la imagen que la sociedad tiene de esta profesión: más que una profesión, un club de amigos de las vacaciones desorbitadas. Pero bueno… Suena en la sala el nombre de la primera nueva bachillera: y ya todo son cámaras, y aplausos, y sonrisas, y felicidad.

A modo de colofón. En la solemnidad de las becas, no hubo becas, no sé por qué: ¿no había terminado de cortarlas el sastre?, ¿alguien había transpuesto la caja donde se guardaban? No tengo ni idea.