Final del almuerzo. Me quedo solo en la cocina y, mientras recojo, suena en Radio Clásica la versión para piano solo de la Novena de Beethoven. Versión de Franz Liszt. Al piano, Leslie Howard.
Acojonante, pienso. Y pienso, además, cuánto mejor sería no estar condenados al castigo del don de la palabra; y poseer sólo el dominio de un instrumento musical: un piano, un arpa, un violín, un oboe, un pico de ruiseñor o de jilguero. Porque la palabra humana es mayormente un escupidero de maldades, mientras, por el contrario, es divina la música.
Me saca de mis enmimismos el timbre –de chicharra- de la puerta. Adonde pronta acude mi hija Hebe, la de los quince recién cumplidos.
Son horas en que la infinita variedad de los pelmas nos saben en casa. Además, desde la puerta se oye la fiebre sinfónica del piano; luego no hay duda: estamos en casa. Me asomo para ver quién nos requiere a la hora de la siesta. Y ya mi hija Hebe viene a buscarme, con un calendario de 2012 en la mano; un calendario de la Asociación Betel. Le digo a mi niña que no tengo un solo euro, ni en moneda ni en billete. “Yo tengo”, me dice ella. Y en un momento ya baja las escaleras con las manos llenas: varios billetes de veinte, otros de diez y no pocas monedas. Todos sus ahorros. “Chiquilla, ¿adónde vas con tanto capital?” Cojo de sus manos unas cuantas monedas y las llevo a las dos mujeres que aguardan en la puerta.
Y me vuelvo al piano de Howard con fondo de vajilla y cubertería. Pero marca el destino que esta versión del Himno a la Alegría no suene muy alegre. Porque otra vez se impone el timbre –de chicharra-, que anuncia a otro grupo de mendicantes.
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