Los pícaros, cuando se quedaron solos, comenzaron a tramar entre ellos un plan, y a ponerse de acuerdo sobre lo que les dirían a las gentes. Y acordaron propagar este mensaje: “Hemos confeccionado a España el más maravilloso vestuario; y le hemos labrado joyas que, a juego con cada uno de sus vestidos, realcen la hermosura de sus facciones y la armonía de sus miembros. Pero, simultáneamente, hemos dotado vestidos y joyas de una propiedad aún más maravillosa, que es la siguiente: nadie que no ame a España podrá disfrutar de la contemplación de tan soberbio atuendo”.
Y todo fue ocurriendo como lo habían tramado aquellos pícaros. Y comenzó la solemne procesión, presidida por la bella España. Y todos la vitoreaban, y se manifestaban rebosantes de asombro ante el esplendor de su vestido, ante el brillo de las alhajas, que multiplicaban el colorido y la belleza. Y todos proclamaban la misma falsa admiración porque ninguno quería, a la vista de sus vecinos, parecer desamorado de España. Y así fue transcurriendo el pomposo desfile.
Hasta que un paleto desharrapado, ignorante y miserable sobrecogió a todos con su grito: ¡España está desnuda!
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