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Carencias y derroches

Es lo que hallamos en cualquier casa mal administrada. O en cualquier país mal administrado. O en cualquier instituto andaluz, todos mal administrados por la mano torpe –cuando no aviesa- de nuestra Mala Madrastra.

En el instituto donde curro, hace pocos días la Secretaria no había recibido aún la última de las partidas correspondientes al curso pasado. Y ninguna para el presente, por supuesto. Así que no tenía dinero para pagar facturas.

Hace unos días, en cambio, vi, en un rincón de la Biblioteca, un librito, editado con mucho lujo, sobre el uso racional de la energía. Un librito no: trescientos o cuatrocientos ejemplares del mismo librito, en paquetes de unos cincuenta cada uno. ¿verdaderamente hacía falta dotar al instituto de tantísimos ejemplares del susodicho libro oficial sobre el uso de la energía? ¿No ha habido abuso de la energía en la edición y distribución del portento?

Ahora veamos el caso de otro libro. La Asociación de Academias de la Lengua Española ha publicado la Nueva gramática básica de la lengua española. Un libro excelente, necesario, precioso. Una edición austera en cuanto al papel y la tinta; y magistral en su contenido, como cabía esperar. ¿Ha mandado algún ejemplar al instituto nuestra Señora Administración? ¡No…! Ni creo que lo vaya a mandar nunca. Al fin y al cabo es un librito que contiene prédicas contrarias a las de la Mala Mamma. Lean y verán que sí. En un recuadro de la página 21 se destaca lo siguiente:

Resultan innecesarias las series coordinadas de sustantivos de ambos géneros propias del lenguaje político y administrativo actual: los alumnos y las alumnas, a todos los chilenos y a todas las chilenas, un derecho de todos los ciudadanos y de todas las ciudadanas. El uso no marcado del masculino permite abarcar individuos de los dos sexos.

Y añado yo: no solo innecesarias; son un derroche de energía –y de torpeza, claro-. ¿Podemos imaginarnos la cantidad de farfolla verbal, de tinta desperdiciada, de tiempo perdido, en esa marabunta de papeles oficiales, o semioficiales, o prooficiales, o aspirantes a oficiales, que se producen a diario en esa nuestra Monstruosa Administración?

Lo dicho: carencias y derroches.

San José

FOTO DE ICO JOAQUÍN

Una palabra fea

Mi padre, como buen andaluz, era aficionado a bromas verbales, chascarrillos y facecias de los de entretener el tiempo charlando. Maneras de entretenerlo que son las más baratas del mercado. Así que mi padre usó mucho la palabra fea a la que se refiere el título, para referirse a esas ocurrencias elocutivas de que él tanto gustaba: chupaletrinas. Es un compuesto que no recoge el DRAE; ni con el significado con que lo usaba mi padre ni con ningún otro.

Yo, ahora que lo pienso, dudo mucho que mi padre, a pesar de su afición a los juegos de palabras, cayera en la cuenta del significado literal del palabro. Porque mi padre jamás pisó una escuela. Aprendió, sí, algo, a leer y escribir en el ejército español, del que formó parte durante seis años: tres años de mili, lo licenciaron, y a los pocos días fue la guardia civil a requisarlo para que chupara guerra. Lo que hizo hasta que esta acabó y lo licenciaron. Sabía, seguro que sí, lo que eran letrinas; pero no asoció, seguramente que no, las letrinas cuarteleras con los chascarros que él llamaba “chupaletrinas”.

Mi pueblo distará, en línea recta, unos diez o doce kilómetros del pueblo natal de García Lorca. Así que el feo verbo de que hablamos era común a los dos pueblos. Lorca gustó de llevar a su teatro el habla pueblerina de son coin: parla que oiría sobre todo en la voz de las viejas comadres y en la de las sirvientas de la casa, no en la de su madre, quien, como maestra del pueblo, usaría, ante sus alumnos y su hijo, otro registro más pulido.

Así que no resulta demasiado chocante que, en La zapatera prodigiosa, la prodigiosa dijese a su marido, aunque ella no sabía que lo era (pensaba que se trataba de un ambulante titiritero):

¡Sí! ¿Ve usted todos esos romances y chupaletrinas que canta y cuenta por los pueblos? […] Pues todo eso es un ochavo comparado con lo que él sabía… Él sabía… ¡el triple!

Son palabras con las que pondera por partida doble –ante el marido presente y ante el recuerdo del ausente- la picolabia de su anhelado zapatero.

Y yo concluyo preguntándome: ¿Habría caído Federico García en la cuenta del vomitivo significado literal del vitando vocablo; o le habría pasado tan inadvertido como a mi cuasianalfabeto padre?