A Antonio Durán
Truenos en el Estrecho, justo a la hora de levantarse. Y en el momento de salir, cada uno a su instituto, mi hija Hebe que me pregunta:
-Papá, ¿cómo está el tiempo? He oído truenos.
-Y yo. Pero solo hay nubes altas, de las que no dan lluvia. Creo que nos podemos arriesgar e irnos andando. Con paraguas, por si acaso.
Pero yo, a la salida, he olvidado el mío. Mi hija tiene su instituto a cuatro minutos de marcha, yo tengo el mío a veintidós. El segundo tiempo, los segundos once minutos, se han reducido a cinco. Porque le he echado una carrera a la tormenta. Y le he ganado. Por poco, eso sí.
Las clases, normales. Un gusto la de 2º de Bachillerato, un gallinero el Latín de 1º de Bachillerato, y algarabía de gorriones en un tejado la de 1º de ESO.
En el recreo –estaba de guardia- he visto un espectáculo magnífico, una exhibición de toques magistrales de balón, en un rincón a cubierto, entre el edificio principal y el Salón de Usos Múltiples. Cinco alumnos hacen un pentágono. Y se pasan el balón. Que intenta arrebatarles un jugador que se mueve libremente dentro del pentágono. Acojonante. Cómo tocan el balón estos chavales. En clase de Lengua no aprenden casi nada, pero en los partidos televisados aprenden un montón.
Luego he tenido mi hora de gracia, la MAY55 (mayor de 55 años): tengo que pasarla en el instituto. Pero no se me impone tiránica tarea. Así que, como no tenía nada que corregir, la he dedicado, tan ricamente, a la lectura del libro que ayer me regalé: ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?
¡Qué cabeza la mía! Había olvidado lo más interesante de la mañana: una conversación de dos minutos, entre timbre y timbre, con mi compañero Mario Ocaña. ¿Sobre qué? No sobre qué sino sobre quién: sobre el psiquiatra Juan Antonio Vallejo-Nájera.
Luego hemos almorzado macarrones. Pero esta… es otra historia.
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